Antonio Gramsci y la Revolución Cultural - Parte I
El gran proyecto del liberalismo está para Gramsci en el origen del marxismo, si bien en él muere, desaparece. “Las afirmaciones del liberalismo –escribe– son ideas límite que, una vez reconocidas como racionalmente necesarias, se convierten en ideas-fuerza, se han realizado en el Estado burgués, han servido para suscitar la antítesis de ese Estado en el proletariado y luego se han desgastado. Universales para la burguesía, no lo son suficientemente para el proletariado. Para la burguesía eran ideas-límite, para el proletariado son ideas-mínimo. Y, en efecto, el entero programa liberal se ha convertido en programa mínimo del Partido Socialista”. Al burgués de la revolución francesa lo sucede el proletario del marxismo.
La sociedad civil
¿Qué es la sociedad civil? La sociedad civil es "el conjunto de los organismos denominados privados –dice– que corresponden a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce sobre toda la sociedad". La sociedad civil sería así el conjunto de organismos privados que detentan hegemonía doctrinal o intelectual sobre las clases subalternas, las clases inferiores, organismos hegemónicos. La sociedad civil es el campo de batalla donde se difunde y luchan entre sí las diversas ideologías, o mejor, las diversas cosmovisiones, que amalgaman desde las expresiones más elementales del sentido común de la gente sencilla hasta las elaboraciones más sofisticadas e intelectuales. Las organizaciones triunfantes en esta lucha ideológica en la sociedad, las que logran apoderarse de la dirección intelectual –es decir, lo que se piensa–, y de la
dirección moral –es decir, lo que se valora– de la sociedad forman parte de la superestructura, y atraen hacia el grupo dirigente la adhesión de las clases subalternas. El grupo dirigente se adueña de la estructura ideológica, impone un mundo de ideas, creando y difundiendo, mediante los organismos que lo integran, una determinada concepción del mundo en el pueblo, en la sociedad. Tales organismos son la escuela, la Iglesia, los llamados medios de comunicación social, etc.
Entonces, resumiendo, la sociedad civil sería el conjunto de organismos que crean un modo de pensar en el pueblo, que tienen, por tanto, hegemonía intelectual sobre la sociedad, crean un sentido común, el sentir común de la gente. Eso sería la sociedad civil que, según Gramsci, pertenece al ámbito de la superestructura.
Sociedad política
Y la sociedad política ¿qué es? La sociedad política es el conjunto de organismos, de la superestructura también, que ejercen una función coercitiva y de dominio directo en el campo jurídico (civil y penal), político y militar. Es sobre todo sociedad política el Estado, que tiene por función "la tutela del orden público y el respeto de las leyes". Tal sería la sociedad política, la sociedad dominante, digámoslo así. Distinguimos entonces entre hegemonía y dominio. La hegemonía es lo propio de la sociedad civil; el dominio, lo propio de la sociedad política, que tiene las armas, la policía, los tribunales, todo lo que es coacción. La hegemonía y el dominio son los dos brazos que controlan una sociedad determinada.
Relación entre Sociedad civil y Sociedad política
Sociedad civil y sociedad política suelen ser normalmente solidarias. Un estado que no cuenta con la adhesión de la sociedad civil difícilmente se puede mantener. El grupo dirigente lo sabe bien; por eso siempre trata de suscitar, para el aparato jurídico, político y militar, una adhesión de las bases, una adhesión ética de las bases a través de la sociedad civil. Las crisis sobrevienen cuando la sociedad civil se distancia de la sociedad política, cuando la sociedad política rompe su concordia con la sociedad civil, cuando la hegemonía y el dominio se enfrentan, cuando el ejército choca con las ideas que privan en la sociedad. Es entonces cuando sobreviene el caos social.
[…]
El orden intelectual y el orden moral, afirma Gramsci –es decir, las cosas que se han de saber y las cosas que se han de hacer–, tal es el marco en que se mueve la sociedad civil. La sociedad política proporciona el arma para defender eso, pone la coacción, coacción frente a los grupos que resisten la docencia de la sociedad hegemónica.
Gramsci está convencido de que no hay revolución duradera sin una previa toma de conciencia, y que ésta se origina y desenvuelve en el ámbito de la superestructura. Por eso la importancia que, a diferencia de Marx, atribuye a esta última. No es cambiando las relaciones económicas como vamos a hacer la revolución, sino cambiando la superestructura, es decir, creando ante todo una nueva hegemonía que transforme la sociedad; luego vendrá la conquista del Estado pero ésta deberá pasar por la transformación de la sociedad civil en la que el Estado se apoya. Por eso le preocuparán, por sobre todo, "las condiciones intelectuales de la revolución". De esto hablaremos ampliamente más adelante pero ya podemos adelantar algo.
La ideología para Gramsci
"Una ideología es una concepción del mundo que se manifiesta en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida, individuales y colectivas" Esto es lo que hay que crear, pues, una nueva ideología. La ideología predominante se da a sí misma una serie de medios para su difusión, para el ejercicio de su influjo: es la "estructura ideológica", que busca mantener y desarrollar el frente teórico e ideológico. Esa "estructura ideológica" la fabrican la prensa, la religión organizada en Iglesia, la escuela, las bibliotecas, e incluso, dice, la arquitectura, porque la arquitectura incluye toda una docencia, y tiene razón, ya que la misma disposición de las calles y hasta los nombres de las calles, todo eso crea el modo concreto de pensar de la gente. Eso es lo que hay que transformar, tal es el cambio que hay que operar si se quiere lograr efectivamente la transformación del modo de pensar de la gente.
Esta es la originalidad de Gramsci en el campo del marxismo. Mediante el proyecto que presenta, la sociedad política será un día fagocitada por la sociedad civil, puesta bajo una nueva hegemonía, la hegemonía marxista, la verdadera. Habrá llegado la hora de la hegemonía del proletariado, de la "dictadura del proletariado", con la consiguiente dirección intelectual y moral de la sociedad (intelectual, recordémoslo, dice orden a las verdades, a las afirmaciones; y moral, a lo que se valora, a los módulos de comportamiento). Y ello será así hasta que se suelden completamente estructura y superestructura, hasta que la sociedad civil fagocite a la sociedad política; hasta que la cultura entera –desde la filosofía de los intelectuales hasta la filosofía de uomo qualunque– transpire naturalmente la concepción materialista del mundo, la concepción inmanente y moderna del mundo. Entonces el Estado, en cuanto "hegemonía acorazada de coerción" –fórmula espléndida de Gramsci: la hegemonía es propia de la sociedad civil; el Estado la acoraza, la blinda con la coerción ya no tendrá razón de ser, habrá desaparecido. Será la sociedad sin clases, en que los intereses del cuerpo social se identifican finalmente con los intereses del proletariado.
Antonio Gramsci y la Revolución Cultural - Parte II
IV.- EL SENTIDO COMÚN
Hemos visto con cuánta frecuencia recurre Gramsci a la expresión "sentido común". No, por cierto, con el significado clásico que le damos nosotros, de aquel sentido que se deriva del conocimiento innato de los primeros principios, metafísicamente insitos en el hombre, sino como el modo común de pensar, el común sentir de la gente, que históricamente prevalece en la generalidad de los miembros de la sociedad. Él lo describe más o menos así: el sentido común, dice, "o sea, la concepción tradicional popular del mundo, cosa que muy pedestremente se llama ‘instinto’ y no es sino una adquisición histórica también él, sólo que primitiva y elemental". Se lo llama "instinto", pedestremente, afirma, como si fuese algo que brotase del interior del hombre cuando en realidad no es sino algo histórico, algo creado.
¿Cómo aparece el sentido común, por qué la gente piensa como piensa en Occidente, por ejemplo, en Italia, en Argentina? Sabemos que los contenidos del sentido común se expresan principalmente en el lenguaje cotidiano. Vamos a ver cómo, entonces, considerando el lenguaje, uno puede llegar a descubrir quién es el que hace el sentido común. Gramsci analiza, a este propósito, algunos conceptos del idioma ruso, que conoció bien ya que, como dije, estuvo varios años en Rusia. Allí las palabras "Dios" y "ricos" son correlativas: Dios se dice "Bog" y ricos se dice "bogati". Dios es el rico, la riqueza; los ricos y Dios son cercanos, parientes. Como en latín, añade Gramsci, "Deus", "dives", "divites", "divitae" o sea Dios, el rico, los ricos, las riquezas, son palabras aparentemente, semánticamente de la misma raíz. El mundo occidental entonces (e incluso el mundo eslavo, por influjo del cristianismo) a diferencia del asiático (la India, por ejemplo), une la concepción de Dios con la concepción de "propiedad" y de "propietario", de modo que el concepto de propiedad, así como es el centro de gravedad y la raíz de todo el sistema jurídico occidental y cristiano, así lo es también de toda su estructura civil y mental. Aun el concepto teológico de Dios, nota Gramsci, está a menudo forjado según ese modelo: Dios es presentado como el propietario del mundo; así en el Credo se lo llama creador y señor (Dominus, el que domina, el amo, el patrón) del cielo y de la tierra. De este modo el lenguaje va haciendo el sentido común. Pero el lenguaje es producto de los hombres, de una consciente voluntad hegemónica, que quiere crear un modo común de pensar en esa sociedad sobre la cual ejerce la hegemonía.
Gramsci intenta una definición: "El sentido común es la filosofía de los no filósofos, es decir, la concepción del mundo absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales y culturales en los que se desarrolla la individualidad moral del hombre medio". El sentido común sería así la aceptación elemental de una concepción del mundo, de una "Weltanschauung", para usar la palabra alemana, elaborada por las mentes de las clases hegemónicas, por la Iglesia, por la Universidad, por los colegios, por todo lo que tiene poder ideológico, protegido coercitivamente por el poder dominante. Por eso no se puede decir que en el curso de todos los siglos haya habido un solo sentido común sino varios; o mejor, dicho sentido común no es algo que brota espontáneamente del hombre, sino algo que evoluciona con la historia, algo que brota de una conciencia, de un poder, de una voluntad hegemónica, según la clase que ejerce la hegemonía, lo cual –dice Gramsci– permite detectar restos superpuestos de sucesivas concepciones del mundo, ideas que van quedando de las viejas cosmovisiones, ya superadas, y que se mezclan con las ulteriores.
Gramsci exalta, por cierto, la filosofía y la distingue del simple sentido común."La filosofía – escribe– es un orden intelectual, cosa que no pueden ser ni la religión ni el sentido común. La filosofía es la crítica y la superación de la religión y del sentido común". Como se ve, considera la filosofía en otro nivel; sin embargo, al tiempo que afirma que la filosofía está muy por encima del sentido común, no teme decir que el "uomo qualunque" es filósofo, claro que en un sentido lato. "Hay que destruir el prejuicio, muy difundido, de que la filosofía sea algo muy difícil". Una filosofía existe siempre en el pueblo, porque "todos los hombres son filósofos". ¿En razón de qué son filósofos? En virtud del sentido común, porque este sentido común implica toda una visión de la vida. El sentido común se muestra así como una concepción del mundo elemental, acrítica, no sistemática, pero que contiene ideas e ideas motoras. Gramsci subraya este aspecto: no solamente contiene ideas teóricas sino, ideas que conducen a un obrar determinado, a un hacer la historia, a un transformar la historia, y desde este punto de vista el sentido común toca la realidad, la modifica. Lo que al sentido común le falta en intensidad crítica y en riesgo metodológico lo tiene en extensión, ya que "todo el mundo" piensa así. El sentido común puede ser, por tanto, considerado como la filosofía, la cultura de grandes estratos de la población, de la mayoría de la sociedad.
Para Gramsci fue un tema apasionante, y a mí me parece que lo es de veras, el estudio concreto de la organización cultural que mantiene en vigencia el mundo ideológico en determinado país y examinar su funcionamiento práctico, es decir, cómo llegó a crear y logra mantener tal sentido común de dicha sociedad. Según él, la Iglesia y la enseñanza son las dos mayores organizaciones culturales de cada país, aunque sólo fuera por el numeroso personal que ocupan. Pero también hay que incluir entre esos forjadores del sentido común a los periódicos, las revistas, la actividad editorial, e incluso determinadas profesiones que implican en su actividad especializada una fracción cultural nada desdeñable, por ejemplo la de los médicos, los militares y los magistrados. De todas estas fuentes del sentido común la religión es para Gramsci la principal, la religión prevalente. Las diversas certezas del sentido común nacen esencialmente de la religión, y, en Occidente, del cristianismo, ya que la religión, si bien carece, según él dice, de carácter demostrativo o probatorio, resulta de hecho la ideología más arraigada, más difundida. Es cierto que para Gramsci la fe se mueve en un estadio pre-racional, infantil, propio de sociedades atrasadas, no adultas. Partiendo de un presupuesto o prejuicio que viene del siglo XVIII, opina que todo progreso en el conocimiento racional equivale a una demostración de la vacuidad de la concepción trascendente del mundo, de la inanidad de la religión, es decir, que todo progreso en el campo de las ciencias implica un retroceso en el de la fe. Muévese ésta en el ámbito del misterio; a medida que la ciencia adelanta, se va dejando cada vez menos margen al misterio. Pero en el entretanto, mientras no se llegue a la develación total del misterio por parte de la razón y de la ciencia, la religión tiene de hecho una enorme vigencia histórica sobre el pueblo. "En las masas en cuanto tales –afirma– la filosofía no puede vivirse sino como una fe. Imagínese, por lo demás, la posición intelectual de un hombre del pueblo; ese hombre se ha formado opiniones, convicciones, criterios de discernimiento y normas de conducta. Todo propugnador de un punto de vista contrario al suyo sabe, en cuanto sea intelectualmente superior, argumentar sus razones mejor que él, le pone en jaque lógicamente, etc.; pero ¿basta eso para que el hombre de pueblo tenga que alterar sus convicciones? ¿En qué elementos se funda, pues, su filosofía, especialmente su filosofía en la forma que tiene para él importancia mayor, en la forma de la norma de conducta? El elemento más importante es sin duda de carácter no racional, de fe. Pero ¿en qué? Especialmente en el grupo social al que pertenece, en la medida en que todo el grupo piensa difusamente como él: el hombre de pueblo piensa que tantos como son no pueden equivocarse así en conjunto, como quiere hacérselo creer el adversario argumentador. No recuerda las razones en concreto, y no sabría repetirlas, pero sabe que existen porque las ha oído exponer y quedó convencido de ellas".
Y acá señala Gramsci una observación de gran interés. La religión o una determinada Iglesia, dice, conserva su comunidad de fieles en la medida en que mantiene la propia fe de un modo firme y permanente, repitiendo incansablemente la misma doctrina. Gramsci piensa que la eficacia mostrada por la Iglesia para llegar a crear el sentido común de la gente lo debe en buena parte al hecho de haber repetido incansablemente la misma doctrina, las mismas razones de su apologética, luchando en todo instante con argumentos similares y conservando una jerarquía de intelectuales que dan a la fe al menos la "apariencia" de la dignidad del pensamiento.
Otra de las causas a que Gramsci atribuye el poder de las religiones, sobre todo del cristianismo, es que, y esto resulta también muy interesante, a diferencia de las filosofías modernas, idealistas, etc., que no lograron "prender" en el pueblo, aquéllas supieron unir en una misma confesión a los intelectuales y al pueblo fiel. Lo mismo que cree el intelectual Santo Tomás es lo que cree la viejita analfabeta, si bien con diversos niveles de penetración. La Iglesia ha sabido unir en una misma confesión a estos dos extremos, digámoslo así. Citemos su texto: "La fuerza de las religiones, y especialmente de la Iglesia católica, ha consistido y consiste en el hecho de que siente enérgicamente la necesidad de la unión doctrinal de toda la masa 'religiosa', y se esfuerza porque los estratos intelectualmente superiores no se separen de los inferiores. La Iglesia romana ha sido siempre la más tenaz en esa lucha por impedir que se formen 'oficialmente' dos religiones, la de los 'intelectuales' y la de las 'almas sencillas'. En cambio –agrega– una de las mayores debilidades de la filosofía inmanentista en general consiste precisamente en no haber sabido crear una unidad ideológica entre lo bajo y lo alto, entre los 'sencillos' y los 'intelectuales'". Por eso, como veremos más adelante, Gramsci asignaba una enorme importancia a la capacidad destructiva de la herejía modernista de comienzos de este siglo, que de haber llegado a triunfar hubiera acabado por crear dos iglesias, la Iglesia de los intelectuales racionalistas, y la Iglesia del pueblo, que iba por su lado, y seguía con la fe de los padres, de sus padres.
Para Gramsci esta unión del intelectual y del pueblo sencillo constituye una de las claves de la extraña supervivencia y del influjo del catolicismo que él por supuesto no podía explicar desde un punto de vista sobrenatural, que no tenía. Era un hecho, algo fáctico. ¿Por qué duró tanto tiempo la Iglesia? Para él no cabe otra explicación que ésta: la unidad monolítica doctrinal entre lo más alto y lo más bajo. Aun cuando la Iglesia contiene en su seno una élite culta y una masa primitiva, se ha negado siempre a separarlas, cuidando de que los elementos fundamentales, a saber, la doctrina y la moral, o sea lo que se cree y lo que se vive, sean los mismos para todos. La Iglesia nunca dejó de ser popular, llegando con su enseñanza a toda la población, sobre todo a través de la instrucción de los párrocos que en la práctica han hecho de cada parroquia una especie de "comité" religioso, si se nos permite la expresión. La Iglesia ha tenido eso; todos los domingos se reúne en cada barrio una gran cantidad de fieles que oyen la misma doctrina y aprenden la misma moral. Esto sucede sobre todo en el campo, observa Gramsci; los párrocos rurales son los principales responsables de la creación del sentido común tradicional que impera en Europa. El catecismo es la doctrina de los teólogos, pero desmenuzada, para que todos la entiendan. Por eso Gramsci juzgaba que en Italia era la Iglesia la principal alimentadora de ese sentido común cristiano que, como veremos, será preciso erradicar, arrancar de cuajo, para que pueda prender el nuevo sentido común materialista-inmanentista.
En última instancia, lo que explica la existencia y la piel dura de un sentido común concreto es el papel preponderante de los intelectuales, de los miembros de las clases hegemónicas que han obtenido el consenso de las clases dominadas, amalgamándolas en una cosmovisión común. Las clases hegemónicas, a través de las diversas instituciones educativas, van creando una mentalidad uniformada, detentando la dirección intelectual y moral de la sociedad civil, cosa mucho más importante que lo que puede lograr la mera coerción de los órganos de la sociedad política, como son el ejército, la policía y los tribunales.
Antonio Grasmci y la Revolución Cultural - Parte III
V.- EL PAPEL DEL INTELECTUAL
1. El intelectual orgánico
Es cierto que de esto ya hay antecedentes en los “padres” del comunismo. Así Marx y Engels, reconocían que “el arte de crear con la palabra es un instrumento al servicio de la Revolución”. Stalin, por su parte, afirmaba que “las palabras son balas” y “los escritores son los ingenieros de las almas”… Sin embargo, en general, la insistencia de los padres del comunismo recayó más bien en lo económico. Gramsci, en cambio, va a insistir más en lo cultural. Gracias a esta enfatización toma distancia de todo determinismo exagerado, dejando la historia más abierta, más fluida. De ahí que no haga exclusiva la incidencia de la base económica y atribuya un papel tan relevante a la cultura, la concepción del mundo, la ideología, y por tanto, a sus principales agentes, los intelectuales. Gramsci, se resiste a considerar la historia simplemente como historia de la lucha de clases. Según su peculiar interpretación del marxismo, la dominación de la clase dirigente, sin dejar de ser económica, es, sobre todo y antes que nada, de carácter ideológico.
La experiencia histórica así lo prueba. La sociedad tradicional, la sociedad cristiana, supo llegar a las masas más que a través de la violencia, a través de la impregnación lenta, paciente, cultural e intelectual. Sabe bien Gramsci que fueron los intelectuales y no otros los “inspiradores” del grupo dirigente, en orden a impregnar de evangelio la sociedad medieval. Y así los intelectuales lograron formar lo que Gramsci denomina un “bloque histórico”.Emplea esta fórmula para describir la situación en que se realiza la hegemonía de una clase sobre el conjunto de la sociedad. La clase dirigente se legitima, se justifica mediante la imposición de su propia concepción del mundo; y lo hace por medio de la estructura ideológica. Las clases subalternas, a saber, todo el resto del cuerpo social menos la clase dirigente, se sienten representados en ésta y así le dan su consenso. […] El bloque histórico es un bloque ideológico, y sólo en la medida en que lo sea orgánicamente, la sociedad no conocerá crisis o, en otras palabras, habrá hegemonía serena y aceptada. Y como el bloque es ideológico, los elementos soldadores son los individuos que trabajan con las ideas, los intelectuales. De ahí la importancia de esa élite de intelectuales integrados en la clase dirigente, a los que Gramsci llama “intelectuales orgánicos”. Ellos no sólo son el arma de la lucha de clases: son la misma lucha de clases en el interior de la inteligencia, en el interior de la cultura.
2. El intelectual y las masas
Así como Gramsci nunca aceptó que las meras transformaciones económicas fuesen suficientes para operar de por sí un cambio social, de manera semejante se opuso a la creencia de que serían las mismas masas populares las que, desde abajo, se rebelarían casi instintivamente contra el bloque ideológico vigente. Se requiere, pensó Gramsci, un esfuerzo desde lo alto, un esfuerzo de inteligencia, y un plan adecuado para la propagación capilar de los resultados de esa actividad intelectual. Gramsci desconfiaba de la “espontaneidad de las masas”. Primero, porque la masa no suele incluir elementos suficientemente conscientes, capaces de afianzar la conciencia de clase; segundo, y principalmente, porque los movimientos espontáneos de rebelión pueden resultar contraproducentes, favoreciendo a la clase dominante y justificando los golpes militares, los golpes de Estado. Gramsci valora la espontaneidad de la base popular, del sentido común, pero sólo en la medida en que es recogida, interpretada y repropuesta por los intelectuales del Partido. “Las ideas y las opiniones –dice– no ‘nacen’ espontáneamente en el cerebro de cada individuo: han tenido un centro de formación, de irradiación, de difusión, de persuasión, un grupo de hombres o incluso una sola individualidad que las ha elaborado y las ha presentado en la forma política de actualidad”.
Es pues imposible que el conocimiento, la cultura, broten desde abajo, desde las masas. La autoconciencia crítica sólo se explica histórica y políticamente por la aparición de una élite de intelectuales: una masa humana jamás se “distingue”, jamás se hace independiente “por sí misma”, sin organizarse, al menos en sentido lato, y no hay organización sin intelectuales, o sea, sin organizadores y dirigentes; es menester que el aspecto teórico del nexo teoría-práctica se precise concretamente en un estrato de personas “especializadas” en la elaboración conceptual y filosófica. Se trata de dirigir toda la masa, no según los viejos esquemas sino innovando, y la innovación, en sus primeros estadios al menos, no puede ser algo proyectado por la masa, provocado por la masa, sino que debe pasar por la mediación de una élite en la cual la concepción implícita en la masa se haya hecho ya, en alguna medida, conciencia actual, coherente y sistemática, al tiempo que voluntad precisa y resuelta. Se trata, pues, de lograr una “penetración cultural”; este es el primer y continuo momento, no sólo el primero sino el continuo momento, de la conquista revolucionaria de la sociedad civil. Sin dicha penetración, el proletariado “no podrá tomar jamás conciencia de su función histórica”. Una revolución proletaria no puede ser analfabeta. Más aún, el analfabetismo cultural hace imposible la revolución. Gramsci concedió siempre una importancia primordial a la ideología, al trabajo lento pero eficaz de las ideas difundidas en la masa.
Es cierto que a lo que se apunta es a la hegemonía del proletariado. Pero un intento hegemónico semejante ha de ser asumido por la revolución proletaria, valorando la función de la ideología y de los intelectuales. El proletariado comienza a ser hegemónico cuando toma conciencia de sí, como clase superadora, pero para lograrlo necesita una concepción del mundo que impregne la sociedad civil y la sociedad política. Una voluntad colectiva de este tipo deberá ser preparada, como lo dijimos anteriormente, por una “reforma intelectual y moral”, y esto es tarea propia del intelectual, que haga llegar la ideología marxista hasta las últimas estribaciones del sentido común. Como el actual sentido común está impregnado en los valores tradicionales y es tan refractario a la concepción marxista, se percibe la necesidad de que la cosmovisión materialista de la vida vaya llegando poco a poco hasta las últimas rendijas del sentir popular. Una tarea de tal envergadura no se improvisa. Ni tampoco saldrá espontáneamente de las masas. Habrá de ser preparada y llevada a cabo por los “trabajadores de las ideas”, como dicen los marxistas, es decir, por los intelectuales. Sin ellos no será posible revolucionar la sociedad civil, lo cual, como ya se vio, es el único modo de conquistar la sociedad política.
La revolución para Gramsci
Queda así clara la trascendencia de la figura del intelectual. La dirección intelectual de una sociedad, que se realiza a través de la educación, en el sentido amplio de la palabra, y que incluye tanto la creación y fomento de una concepción del hombre, del mundo, de la historia, como su continua transmisión a las nuevas generaciones, es requisito imprescindible para la instauración y para la perseverancia de una determinada forma social. Lo es también para lograr abatir y sustituir la forma que se quiere reemplazar. Eso y no otra cosa es la revolución. Una revolución que, como se advierte, antes que nada es cultural.
La receta de Gramsci es clara: conquistar “el mundo de las ideas”, para que lleguen a ser “las ideas del mundo”.
3. El intelectual de la praxis
Crítica a la cultura moderna: “La cultura moderna –escribe–, que es idealista, no consigue elaborar una cultura popular, no consigue dar un contenido moral y científico a sus programas escolares, los cuales quedan en esquemas abstractos y teóricos; sigue siendo la cultura de una reducida aristocracia espiritual”.
El intelectual: Filósofo es aquel que tiene una concepción del mundo, pero dicho filósofo sólo será cabal cuando produzca una norma de vida, una voluntad de transformación del mundo, afirma Gramsci sobre la base de la XI Tesis de Marx sobre Feuerbach: “Se puede decir que el valor histórico de una filosofía puede ser calculada por la eficacia práctica que esta filosofía ha conquistado”.
El filósofo de la praxis no será tal si se queda en lo meramente expositivo, si no intenta la transformación del sentido común, si no inculca en las masas este nuevo filosofar que acompaña y sistematiza la acción revolucionaria. El filósofo se vuelca a la praxis para penetrar a las masas de inteligencia revolucionaria.
4. El Partido como intelectual
Así como los partidos en el Estado burgués expresan y organizan la defensa de los intereses de una o varias clases sociales, constituyendo esos diversos partidos en el fondo un solo partido “ideológico”, en defensa y propagación de las ideas de las clases dirigentes, así el Partido revolucionario, el Partido Comunista, es esencialmente creador, organizador y difusor de una nueva concepción del mundo, la marxista.
Antonio Gramsci y la Revolución Cultural - Parte IV
VI.- LA ESTRATEGIA PARA LA VICTORIA
Lenin sostenía que la revolución debía comenzar por la toma del Estado para finalizar con la transformación de la sociedad. Gramsci invierte los términos: se debe comenzar por la sociedad para culminar con la toma del poder político, del Estado.
¿Y si juntamos las dos? ¿Si llegamos al poder para poner en práctica las medidas necesarias para conquistar a la sociedad civil culturalmente? Esto es lo que pasa en la Argentina, más específicamente con la reforma del Código Civil.
La estrategia de Gramsci: Según la estrategia de Gramsci, lo que corresponde es una “agresión molecular”, como él dice, a la sociedad civil. Según ya vimos, la sociedad es para él un complejo sistema de relaciones culturales, un ámbito donde la batalla central se libra en el campo de las ideas religiosas, filosóficas, científicas y artísticas. Pues bien, dice, todas estas son las fortalezas que es preciso ir conquistando poco a poco, las casamatas que hay que ocupar.
¿Sufrimos hoy una “agresión molecular”?
Tal es la perspectiva cotidiana, inmediata, de una eficaz revolución proletaria. La revolución es, de por sí, universal, por supuesto, la revolución es, de por sí, total, pero su preparación ha de ser minuciosa, sectorializada. Por eso será menester estudiar, prosigue Gramsci, cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa en la guerra de posiciones. Porque en este caso no es cuestión de una guerra de movimientos, de una guerra al aire libre, de una batalla campal; se trata de una guerra de trincheras, de posiciones. Entre el Estado y las masas hay un montón de trincheras. No se trata de tomar el Palacio de Invierno, o sea la sede de los Zares, sino las casamatas de la cultura, que separan el Estado del pueblo. Coincidía en esto con el último Lenin quien decía: “Hay que sustituir el asalto por el asedio”.
Así Gramsci no apuntó a los medios de producción, como Marx, ni a los medios de poder político, como Lenin, sino a los medios de comunicación y educación, considerándolos como el objetivo básico para la conquista del poder. Para ello es vital el control de los medios de comunicación de ideas, universidades, colegios, prensa, radio, etc. Lo que hay que destacar es lo esencial: la conquista de la hegemonía es más importante que la toma del poder político. Un poder político que no tenga una sociedad civil que le responda ideológicamente, está girando en el vacío. Si se logra que la mayoría acepte la ideología inmanentista, la ideología socialista, la toma del poder político será como recoger una fruta madura.
Trátase, como puede verse, de una estrategia sin tiempo que a algunos desorientará por las alianzas totalmente insospechadas que podrá entablar un marxismo que trabaja en una guerra de trincheras. Las alianzas podrán cambiar, pero los objetivos son invariables: suplir los valores sobre los que se asienta la sociedad. Esta estrategia está impregnada de rasgos maquiavélicos. No en vano para Gramsci el moderno Príncipe es el Partido Comunista, quien no deberá desdeñar sin más los sabios consejos de Maquiavelo. ¿En qué sentido el Partido es el nuevo Príncipe? Antes que nada por su extremo realismo, que lo conducirá a saber aprovechar todas las ocasiones para alcanzar los objetivos que se propone. El moderno Príncipe, dice, “está caracterizado por la máxima decisión, energía, resolución, y es dependiente de la creencia fanática en las virtudes taumatúrgicas de sus ideas”. El Príncipe de Maquiavelo se movía, por cierto, en el ámbito particular de la historia renacentista, entre intrigas de palacio y un pequeño mundo disputado por varias decenas de “condottieri”. El Partido, como moderno Príncipe, es el agente de la historia total, de la sustitución de una hegemonía por otra. No habrá de ser un Príncipe dogmático sino flexible, astuto, que jamás olvide hacer un cuidadoso cálculo, sumas y restas, de los intereses e ideas en juego, para luego saber aprovechar las debilidades ajenas, y preparar las “traiciones de clase” de que hablaremos enseguida.
2. Desmontaje y montaje
Acabamos de ver cómo el error de Lenin, al menos para Gramsci, fue quizás emprender la toma del poder político, mientras la sociedad rusa continuaba impregnada de las ideas y creencias tradicionales. Pero esa sociedad era “gelatinosa”, dice Gramsci: y eso puede explicar un poco lo de Lenin. No es así la sociedad occidental, asentada sobre una cosmovisión bastante definida. Gramsci juzga que la hegemonía proletaria sólo se alcanza de manera plena cuando se consigue destruir la cosmovisión preexistente en una determinada sociedad, y se logra introducir la nueva conciencia del inmanentismo integral. Habrá que meter pie en el aparato del Estado, en los medios de expresión de la opinión pública, en las universidades, en los colegios, en las parroquias. Como la larga marcha de Mao, pero no a través de las montañas, sino a través de las instituciones. La revolución habrá de ser preparada con tiempo, paciencia y cálculo de alquimista, desmontando pieza por pieza la sociedad civil, infiltrándose en sus mecanismos, cambiando la mentalidad de la mayoría. No bastan pues los cambios económicos, como no es suficiente la toma del poder estatal. Todo ello sería insuficiente y precario, ya que el dominio burgués seguiría teniendo el consenso de las clases subalternas, y la burguesía reconquistaría pronto el poder político, con la excusa de salvar “el orden conculcado”, quizás a través de un caudillo al estilo de César, Napoleón o Mussolini. A toda costa es preciso evitar el caos, porque en el caos perdemos todos; el caos puede llamar de nuevo a las fuerzas de la vieja cosmovisión.
El proyecto gramsciano: Resumiendo, Gramsci razona así: El mundo moderno es el mundo de la inmanencia, y entre inmanencia y trascendencia no hay mediación posible. Sólo llevando el inmanentismo hasta sus últimas consecuencias se podrá establecer el “orden nuevo”. La implantación de dicha hegemonía implicará dos momentos. Ante todo, el momento crítico, consistente en corroer y destruir la cosmovisión persistente; es una lucha intelectual, que apunta a la eliminación de los principios fundamentales que constituyen la estructura mental de la sociedad. El segundo es constructivo, y apunta a la integración de la nueva cosmovisión, de modo que impregne las mentes de la sociedad. Conseguida esta finalidad, se habrá alcanzado la hegemonía.
a. El momento destructivo
Acertadamente señala Gramsci cómo toda revolución seria ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas.
La misma estrategia que la Ilustración: Pues bien, a imitación de la estrategia empleada por la Revolución Francesa, dice Gramsci, el marxismo, que es hijo legítimo de esa Revolución, primero tendrá que desmontar. Tendrá que hacer ese trabajo volteriano, del panfleto, de la comedia, de la burla del antiguo estado. No siempre será fácil, pero habrá que hacerlo. Habrá que ir desintegrando lentamente el bloque histórico, el bloque ideológico dominante, habrá que meterse, buscar cualquier rendija, por pequeña que sea, para irlo resquebrajando, tratar de que comiencen a fallar los mecanismos de la sociedad civil en vigor.
En este trabajo de demolición a lo que hay que apuntar ante todo es, obviamente, a la clase hegemónica y dominante, porque detenta tanto la hegemonía como el poder político, para que empiece a perder la hegemonía y pase a ser sólo dominante. Es decir que no tenga ya el control sereno de las ideas sino que se vaya haciendo solamente dominante, de pura coerción, exclusivamente policial o judicial. En Occidente la clase dirigente es hegemónica, observa Gramsci, gracias a esa ligazón estrecha, interdependiente, entre sociedad política y sociedad civil. Lo que tiene que hacer la revolución es demostrar la hegemonía reinante en la sociedad civil, tratar de que la clase dirigente pierda el consenso, es decir, que no sea ya dirigente, sino únicamente “dominante”, detentando la pura fuerza coercitiva.“Para ello hay que tratar de despojarla de su prestigio espiritual, desmitificando los elementos de su cosmovisión mediante una crítica continua y corrosiva. Esta crítica debe sembrar la duda, el escepticismo y el desprestigio moral en relación de quienes dirigen. Debe destruir sus creencias y sus instituciones y debe corromper su moralidad”.
Tal sería el blanco inicial de la estrategia de destrucción: lograr el desprestigio de la clase hegemónica, de la Iglesia, del ejército, de los intelectuales, de los profesores, etc. Habrá incluso que aprovechar las ideas mismas de las clases dirigentes, empleando por ejemplo su mismo lenguaje.Habrá que enarbolar las banderas de las libertades burguesas, de la democracia, como brechas para penetrar en la sociedad civil. Habrá que presentarse maquiavélicamente como defensor de esas libertades democráticas, pero sabiendo muy bien que se las considera tan sólo como un instrumento para la marxistización general del sentido común del pueblo.
El resquebrajamiento del mundo burgués era par Gramsci uno de los signos que le daban más esperanzas de triunfo. Una sociedad se desintegra, un bloque histórico se agrieta cuando comienzan a fallar los mecanismos de la sociedad civil. Este quebranto es, en gran parte, la obra de los intelectuales que empiezan a traicionar. Gramsci considera que se ha ganado una gran batalla cuando se logra la defección de un intelectual, cuando se conquista a un teólogo traidor, un militar traidor, un profesor traidor, traidor a su cosmovisión. Nada más efectivo que eso: suscitar la traición de algunos intelectuales a la cosmovisión tradicional, con el consiguiente acercamiento a la nueva hegemonía que aparece en el horizonte. No será necesario que estos “convertidos” se declaren marxistas; lo importante es que ya no son enemigos, son potables para la nueva cosmovisión. De ahí la importancia de ganarse a los intelectuales tradicionales, a los que, aparentemente colocados por encima de la política, influyen decididamente en la propagación de las ideas, ya que cada intelectual (profesor, periodista o sacerdote) arrastra tras de sí a un número considerable de prosélitos. El bloque comienza a resquebrajarse cuando un cierto número de intelectuales traiciona a los representantes de la hegemonía reinante.
Es este un aspecto muy importante en la estrategia gramsciana: lograr el desprestigio de la clase hegemónica. Y algo más: lograr que los que se opongan o intenten oponerse al orden nuevo, los que denuncian su estrategia, sean reducidos al silencio. Esto es fácilmente conseguible a través de los órganos de difusión cultural; denigrar y ridiculizar a los que luchan contra la nueva cosmovisión, como si se tratara de gente retardataria, cavernícola, etc., que no está a la altura de los tiempos modernos. Tal fue uno de los métodos que, en la línea de Gramsci, sería predileccionado por el comunismo italiano, el de marcar a fuego al adversario. Gracias al dominio cultural, hoy ya no se hacen necesarios los campos de concentración para los adversarios lúcidos del marxismo. Ya no será necesario emplear el terror físico contra los disidentes intelectuales de la nueva cosmovisión, de la nueva hegemonía. Bastará su marginación moral. Como bien dice Del Noce, “la así llamada evolución democrática del comunismo consiste en el paso del terror físico a la marginación moral”.
b. El momento constructivo
c. La superación del cristianismo
Se trata de hacer entender a los cristianos que todo aquello por lo que han luchado y en lo que han creído, no es más que una versión utópica e ilusoria de las necesidades, intereses y aspiraciones reales. La filosofía de la praxis recogerá esas necesidades, intereses y aspiraciones, mantendrá, por así decirlo, dichas necesidades, intereses y aspiraciones, pero haciéndoles sufrir una transformación radical. Las recogerá, pero inmanentizándolas. ¿Buscan Uds. un paraíso? Lo tendrán, pero no en el más allá sino en la tierra; el paraíso, sí, pero en la tierra. Conservará, incluso, el lenguaje teológico, pero dándole un nuevo contenido, un contenido inmanentista. […]La religión se manifiesta como apreciando al hombre, como buscando su bien pero en la perspectiva de “otro mundo”, en la esfera de lo utópico. Se trata de recuperar esa importancia que se atribuye al hombre, pero no vinculándolo a una vacua “trascendencia”, sino a la misma historia del hombre, la que es hecha por el hombre y para el hombre, a través de la cual el hombre se crea a sí mismo.
Labor, por tanto, intelectual y práctica a la vez: refutar teóricamente el cristianismo, desmontando las piezas principales de su sistema, y ofrecer a los cristianos metas de verdadero interés, metas tangibles, sensibles y terrenales, que faciliten el trasvase desde una concepción trascendente a una concepción inmanente, que es la única real. No se trata, por tanto, de dejar a las masas católicas sin una concepción del mundo; se trata de ir sustituyendo paulatinamente la concepción del mundo; se trata de ir sustituyendo paulatinamente la concepción inmanente, en que filosofía, política y sentido común se identifiquen. Es el secularismo alcanzando su punto extremo, al secularizar incluso la religión. La afirmación de que el Partido es el nuevo Príncipe que ocupa en las conciencias el puesto de la divinidad o del imperativo categórico, da a entender cómo el marxismo es, literalmente, la “religión secularizada”. El comunismo es para Gramsci el equivalente moderno de la Iglesia Católica, un equivalente diametralmente opuesto en los principios, dado que la única realidad sobre la que no sólo se puede sino que se debe hablar es la realidad de aquí abajo.
Para Gramsci la decadencia de la religión comienza cuando los intelectuales de la fe, como son los sacerdotes y teólogos, se van inclinando a minusvalorar las categorías de la trascendencia y a enfatizar desmesuradamente las de la inmanencia y la modernidad. En ese caso el proceso va tomando buen cariz. Estos nuevos teólogos, decaídos ya de la fe, funcionan entonces según el modelo bien analizado por Gramsci de los intelectuales que realizan la traición de clase. Son aquellos que, al decir de nuestro autor, “están a punto de entrar en crisis intelectual, vacilan entre lo viejo y lo nuevo, han perdido la fe en lo viejo, pero todavía no se han decidido a favor de lo nuevo”. A tales sacerdotes no les hacen demasiada mella los argumentos intelectuales de su fe antigua; ahora miran lo tradicional con recelo, toman distancia de la tradición, y si bien no se abrazan aún plenamente con lo nuevo, comienzan a vivir en la ambigüedad. Las combinaciones “cristiano-marxistas”, las asociaciones de “cristianos para el socialismo”, etc., que vendrán después, tienen un espléndido retrato en esos análisis de Gramsci. Los “clérigos marxistas” son precisamente intelectuales traidores que se “convirtieron” a la modernidad, acercándose a los nuevos dirigentes que se van apoderando de la cultura.
Antonio Gramsci y la Revolución Cultural del Reverendo Padre Alfredo Saenz. Conferencias pronunciadas los días 12 y 13 de Agosto de 1987, en la sede de la Corporación de Abogados Católicos, Libertad 850, Capital Federal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario