Es el kirchnerismo el principal responsable de su caída electoral
El oficialismo obtuvo en todo el país el 26,3 % de los votos válidos, el doble que el Frente Renovador de Massa, segundo en la disputa y se ubicó a buena distancia del centroizquierda que sigue a Binner (8,3 % de los votos) y de la derecha que encabezan De Narváez y Macri: Unidos por la Libertad y el Trabajo alcanzó el 4,1 % de los sufragios y Unión PRO el 3,3 %. Considerado el cuadro general, el gobierno todavía mantiene un margen apreciable de respaldo frente al grueso de la partidocracia tradicional.
Sin embargo, las derrotas en la Capital Federal y en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza son significativas. No lo es menos la pérdida de 4,4 puntos porcentuales con respecto a las legislativas de 2009, hasta entonces el punto más bajo de la performance electoral del kirchnerismo, o el hecho de que en el Gran Buenos Aires (Secciones I y III de la provincia) la lista encabezada por Massa le ganará a la oficialista por 432.000 votos.
Pero basta echar un rápido vistazo a los autoproclamados ganadores de la jornada para comprender el verdadero significado del resultado electoral. Para los trabajadores y las grandes masas populares integrantes del campo nacional, el retroceso del kirchnerismo y la victoria de la oposición en distritos claves del mapa electoral, no significó avance alguno. La derecha vergonzante de Massa en Buenos Aires, el neomenemismo de De la Sota en Córdoba, el radicalismo de Cobos en Mendoza, el progresismo de Binner en Santa Fe o la derecha macrista, junto el rejuntado de Unen en la Capital, son la expresión de una partidocracia decadente, cuyo discurso no pasa de ser una réplica de los lugares comunes emitidos por los grandes medios de difusión pertenecientes a los círculos dominantes.
En modo alguno la mala elección del oficialismo puede atribuirse a la emergencia de fuerzas opositoras, cuya ligazón con el pasado constituye un vínculo de hierro. Ninguno de estos victoriosos protagonistas del 11 de agosto está en condiciones de registrar que son sobrevivientes políticos de fuerzas históricamente muertas, cuyo canto fúnebre se escuchó en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Por lo tanto la explicación del retroceso del kirchnerismo hay que buscarla en el propio kirchnerismo. Pasado el período de euforia oficialista tras las presidenciales de octubre de 2011, a lo largo del 2012 y en lo que va del 2013, la favorable correlación de fuerzas sociales de dos años atrás se fue nivelando, al tiempo que se deterioraba la situación económica y la política gubernamental encontraba una resistencia creciente en capas importantes de clase media bajo la influencia de los grandes grupos periodísticos del establishment. La defensa del orden republicano, vale decir, la reivindicación de la división de poderes, de la independencia de la justicia y de la libertad de prensa, en definitiva los grandes mitos de la República Liberal, constituyeron el cemento ideológico mediante el cual se articularon una serie de demandas en sí mismas legítimas (denuncia de la corrupción, la inflación, la inseguridad), pero que hegemonizadas por el discurso tradicional de las corporaciones periodísticas, las grandes cámaras empresarias, la magistratura, los aparatos partidarios, quedaban subsumidas en un conjunto político de naturaleza reaccionaria.
El kirchnerismo no tuvo respuesta frente a la ofensiva que ganó las calles al compás de las cacerolas inspiradas por las denuncias de mercenarios como Lanata o de gorilas como Carrió. Su relato épico ha perdido influencia al no poder sostenerse en hechos de gobierno que lo confirmen. Tras diez años de control del poder estatal por parte de las administraciones de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández, los fundamentos del capitalismo neoliberal, heredados de los años 90’, cuyos orígenes se remontan a la contrarrevolución de marzo de 1976, no han sido removidos. Y aun en los casos en que el gobierno apuntó en la dirección correcta, la implementación de las iniciativas terminó desnaturalizando los anuncios. Son hechos elocuentes la estatización de los fondos de la jubilación privada en poder del parasitismo financiero, utilizados para financiar el pago de la deuda externa, o la nacionalización parcial de Repsol-YPF, bajo la forma jurídica de una sociedad abierta al capital privado.
En otros casos, los objetivos propuestos estaban más allá de las posibilidades de una pequeña burguesía progresista, en modo alguno dispuesta a apelar a la movilización y a los métodos de lucha de las grandes masas obreras y populares; un grupo gobernante que sólo concibe los cambios en el balance del poder “desde arriba”, vale decir, a partir de la intervención estatal. Dentro de esos límites se propuso desarticular la estructura oligopólica de los grandes grupos mediáticos opositores, y construir un aparato periodístico oficialista. Lo segundo lo consiguió. Pero lo primero quedó trabado en la trama de una justicia, que lejos de ser independiente, constituye el resguardo jurídico del orden que asegura el interés del gran capital. Igual suerte corrió el intento de “democratizar la justicia”, construyendo una correlación de fuerzas más favorable para los funcionarios afines a la política gubernamental, opuestos a los tradicionales reductos de la oligarquía judicial. Quebrar los intereses de los grupos monopólicos que operan a través de las principales corporaciones periodísticas o reducir el poder del establishment conservador del aparato judicial, constituyen objetivos sólo alcanzables en el curso de un proceso de transformaciones de fondo, como parte de un movimiento contra-hegemónico, afirmado en los planos ideológico y cultural.
En definitiva, luego de diez años en el poder, las limitaciones y contradicciones, la ausencia de un programa nacional-democrático de sesgo antiimperialista por parte del gobierno, tienen un costo creciente que no se puede ignorar; costo que se expresa a través de los desequilibrios del llamado modelo productivo: inflación, déficit fiscal, especulación con el dólar. Nadie seriamente puede atribuir los resultados del 11 de agosto a deficiencias en la organización de la campaña o a fallas de comunicación, como pretendieron hacerlo parte de los derrotados.
Pero además, el kirchnerismo ha perdido el apoyo o el consentimiento que obtuvo, en especial, durante la primera mitad de ese decenio, en sectores de la gran burguesía. El almuerzo que protagonizó Sergio Massa junto a casi 300 jefes de las grandes cámaras patronales y corporaciones empresarias “nacionales” y extranjeras, a tres días de las primarias, señaló la nueva dirección en que ahora soplan los vientos. La aspiración de esa burguesía es volver a los orígenes del “modelo”, situados en los comienzos de 2002, cuando una megadevaluación con pesificación asimétrica pulverizó los costos laborales, empinó la tasa de ganancia y ofreció oportunidades únicas de inversión a quienes en los 90’ habían fugado capitales al exterior.
Al mismo tiempo el movimiento obrero que apoyó en un todo al gobierno de Néstor Kirchner, se ha disgregado y algunas de sus organizaciones pasaron a la oposición, dejando en evidencia que, más allá, de la disputas de poder entre las fracciones de la burocracia, una parte de la clase trabajadora ha tomado distancia respecto del rumbo gubernamental. En definitiva, ni los sindicatos de la CGT Azopardo, ni las organizaciones de los grandes gremios que responden a Lescano, Daer o Cavallieri en la CGT oficialista, podían haber pasado a integrar las filas del anti-kirchnerismo, sin la aceptación, al menos pasiva, de sus bases.
Una batalla decisiva
No es aventurado afirmar que el kirchnerismo afronta su hora más difícil. Durante la crisis con las patronales agrarias en 2008, y luego de la derrota en los principales distritos en las legislativas de 2009, el gobierno contaba todavía con el respaldo resuelto de los sindicatos, y no había perdido la adhesión de la mayoría de la clase media. La situación ha cambiado apreciablemente. En dos meses deberá librar una nueva batalla, frente a una oposición que, dirigida por el Grupo Clarín, La Nación y otras distinguidas expresiones de la prensa canalla, ha proclamado su decisión de arrebatarle la presidencia de la Cámara de Diputados y empedrar de obstáculos los dos años que restan del mandato de Cristina Fernández.
Ante sí el kirchnerismo no tiene demasiadas opciones. Difícilmente haga lo que no hizo en diez años de gobierno: afrontar los problemas estructurales que hacen de Argentina un país semicolonial, tributario del capital extranjero y de grandes grupos económicos locales, integrados a un patrón de acumulación que tiene su eje en el mercado mundial bajo el dominio de las metrópolis imperialistas. Si esto es así, la declinación y la crisis de lo que pretendió ser un movimiento nacional-popular, será irremediable. Sin embargo, esto en sí mismo no significa necesariamente una restauración de las fuerzas del pasado. Más tarde o más temprano, los trabajadores y las grandes masas populares seguirán su propio camino. Tomarán del relato épico de los derrotados aquello que consideren de valor, y resolverán llevarlo a la práctica siguiendo sus propios intereses, aplicando los programas y los métodos de lucha de las clases sociales que hacen avanzar a la historia.
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