miércoles, 18 de febrero de 2015

Marcha del 18F.

RECOMENDADA: La marcha es grito, silencio y lágrimas ante la impunidad

Por Roberto Gargarella.

Como todo acontecimiento público de importancia, la marcha de mañana ayuda a revelar el estado de situación de la vida colectiva en el país. En una Argentina definida por sus niveles de movilización política -puede enorgullecerse por los modos frecuentes y vigorosos de la protesta social-, se oyen hoy, sin embargo, voces que critican la convocatoria con razones que cuesta tomar en cuenta como objeciones de buena fe. Pero haremos el intento.

“La marcha es política”, sostienen algunos, como si alguna marcha pudiera no serlo, y, lo que es peor, como si esa afirmación descalificara a la marcha, en lugar de calificarla en lo que tiene de digno: hace décadas que aprendimos a no desautorizar una marcha desde el embustero lugar de la no-política.

Agregan otros: “Es insólito que los fiscales marchen. Los fiscales son parte de la Justicia y tienen que dar respuestas en lugar de hacer reclamos”. La queja es pobremente engañosa.

Por supuesto que tiene sentido que quienes están encargados de administrar justicia se quejen -con documentos, proclamas o marchas- si reconocen que el poder que debe facilitar su trabajo en realidad lo bloquea. Por lo demás, la molestia que han expresado algunos fiscales que convocan a no ir a la marcha resulta algo sorprendente y se hace merecedora de la respuesta obvia: los fiscales marchan porque un colega suyo, mientras investigaba al poder, encontró su muerte. Lo extraño es que a usted se le ocurra no hacerlo, ¿o es que su negativa revela algo más acerca de las investigaciones que usted ha encubierto?

“Todo se trata de una operación de los servicios de inteligencia”, siguen otros adherentes al Gobierno, tapándose los ojos frente a lo que gritan los hechos. Los hechos gritan que hace diez años que el Gobierno utiliza los servicios para el espionaje interno y alimenta con recursos infinitos y sofisticado aparataje a ese “nido de víboras”. Como colectivo social, somos víctimas de esa decisión gubernamental (gobernar de la mano de los servicios de inteligencia), como lo han sido, protagónicamente, los opositores y luchadores sociales que vienen siendo escrutados desde las cavernas del Estado desde hace años.

De modo similar, quienes se oponen a la marcha han empezado a examinar con lupa los CV de cada uno de los fiscales convocantes y a señalar con espanto a este fiscal o a aquel individuo que han decidido sumarse: “Aquél es golpista”, “Este de aquí es un oportunista”, nos gritan horrorizados. Pero, otra vez, la crítica es desafortunada. No sólo porque está sujeta a una obvia réplica inversa (desconvocan a la marcha desde el general Milani y Berni hasta el partido nazi argentino), sino porque fundamentalmente yerra en el blanco. Cuando marchamos por la muerte de María Soledad -por tomar un caso-, lo hicimos junto con sectores conservadores de la política y de la Iglesia de Catamarca, y nadie debió sonrojarse ni pedir disculpas por ello; ni nadie se convirtió en lo que no era (un religioso ultramontano, pongamos) luego de hacerlo. Estábamos unidos por una muerte y marchamos con la convicción de que el poder no era ajeno a ella, como nos ocurre en este momento. Por eso, también, resulta ofensiva la pregunta acerca de si la marcha “es (o avanza una causa) progresista”. Frente a la muerte intolerable no hay izquierda ni derecha, aunque sí suele haber ideología partidaria o sectaria detrás de la muerte (en este caso, vinculada con los servicios de inteligencia). Por eso tenía sentido marchar en Francia, ante la masacre provocada por el extremismo religioso, sin necesidad de pedir previamente el ADN ideológico de quienes marchaban: entonces lo hicieron muchas personas y figuras públicas con quienes uno no querría compartir una cena. Lo mismo ocurrirá ahora y es bueno reconocerlo. Pero otra vez: lo que nos une es otra cosa, la muerte es la que traza el límite, sin por ello “clausurar la política”. El acto de marchar sigue expresando un compromiso público profundamente político contra la impunidad. (Por lo demás: la lucha contra la impunidad, frente a la muerte de María Soledad, del fotógrafo Cabezas o del fiscal a cargo de investigar la masacre de la AMIA, es obviamente “progresista”, por más que, en cada caso, los sectores conservadores de la Iglesia o la oposición quieran salir beneficiados a partir de ello).

Algunos críticos de la convocatoria dicen que se pretende “convertir en héroes” a Nisman, a los fiscales convocantes o a ciertos sectores de la Justicia. En lo personal, y como tantos, no me sentí seducido nunca por la investigación de Nisman (sobre todo, por el modo en que el ex presidente Kirchner decidió contaminar desde el primer minuto dicha investigación al obligar al fiscal especial a trabajar de la mano de los servicios de inteligencia); ni creo en el carácter angelical o ingenuo de nuestros jueces y fiscales. No confío, como tantos, en muchos de ellos (y más allá de los nobles funcionarios que siguen enalteciendo a la Justicia) por lo que el menemismo y el kirchnerismo quisieron hacer del Poder Judicial durante veinte años: un mero instrumento al servicio de la impunidad del poder. Basta revisar los indefendibles nombramientos que, en la gran mayoría de los casos, promovieron (¿Daniel Reposo venía a servir a la Justicia? ¿Vinieron a hacerlo los Oyarbide que hoy, más allá de sus nombramientos, son mantenidos firmes en sus puestos?). No confío en muchos de ellos, además, por los modos en que menemistas y kirchneristas intervinieron sobre la Justicia, a través del dinero y del miedo (con ascensos prometidos, “sobres” entregados, “llamados” y “carpetas” revoleados). Somos muchos los que marcharemos contra todo ello. Resulta, en todo caso, tan revelador como molesto que, frente a cualquier acto judicial que no sea servil al Gobierno (un recurso presentado; un llamado a declaración; una indagatoria; la marcha del 18), prestos funcionarios y periodistas se atropellen entre sí para revelar los antecedentes de horror del funcionario judicial ahora impugnado. (Uno se pregunta entonces: ¿y por qué no mostraron esos antecedentes ayer? ¿Sería que por entonces todavía sacaban provecho de ellos?)

Otros más se apresuran a señalarnos con el dedo para denunciar que si marchamos, lo haremos como lo que hicieron “los viejos golpistas desde los años 40”. Como tantos, y por razones de edad, recuerdo haber marchado en democracia muchas veces, en primer lugar, y pese o por razón de las simpatías que sentía por él, contra el gobierno de Raúl Alfonsín. Nunca nadie nos llamó golpistas, aunque entonces sí existían riesgos serios de golpe de Estado. Marché, como muchos, por María Soledad, por Cabezas, por Arruga, por Julio López, por Mariano Ferreyra, por Kosteki y Santillán. Como tantos otros, no necesito que me digan cuándo debo marchar o por qué y en nombre de quién es que estoy marchando.

Finalmente, he escuchado a cientistas sociales y periodistas oficialistas decir que si marchamos, volveremos a demostrar que formamos parte de la “clase media desagradecida”, una descalificación no sólo sociológicamente imprecisa, sino enormemente reveladora de la mentalidad del momento. Ahora queda en claro: el dinero o las “ventajas recibidas” estaban llamados a desmovilizarnos. Lo que se buscaba era, simplemente, comprarnos.

Larga vida a quienes, frente al dolor que padecen, y sobreponiéndose a éste, salen a la calle a manifestar su protesta, a los gritos, en silencio o llorando. Frente a la impunidad, la injusticia social y la muerte, que otros se queden con la algarabía y el canto.

El autor es sociólogo y abogado, especialista en derecho constitucional.

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