Los niños y la identidad sexual
Y no estamos muy lejos de la verdad; los nenes chiquitos dicen “nene” o “nena” de sí mismos, según como sean llamados por los otros, mucho antes de decir su nombre. Nombre que en general desconocen que sea el suyo en un tiempo primero de la vida. La posibilidad de decir “yo”, es decir de hablar de sí mismos en primera persona, está evolutivamente ubicada alrededor de los dos años y medio. No antes. Antes de eso, el niño se considera una parte indivisa del mundo que lo rodea. Todo el mundo es él y lo que percibe alrededor suyo. Hay entre él y el mundo, para nosotros exterior, una continuidad que sólo de a poco y por la intervención de la palabra y los actos de los adultos se va circunscribiendo. Son la palabra y el contacto directo con los otros, sus actos, los que transmiten en ese primer tiempo un cierto orden acerca de qué es cada cosa y para qué sirve.
A los dos años de vida un niño apenas ha comenzado a nombrar las diferencias entre los objetos, las diferentes consonantes de la lengua materna, por ejemplo, que a menudo todavía confunde en su “media lengua”. Entonces, ¿qué sabría un niño de dos años acerca de qué clase de cosa es una princesa? ¿Cómo obtendría ese saber, que tampoco ha alcanzado aún a distinguir a nivel del lenguaje ni de la experiencia, salvo que lo escuchara y muchas veces? Podría ser que apareciera en un cuento leído, pero entonces, ¿cómo asociaría ese concepto, lejano a su experiencia, con la compleja percepción de un yo integrado, siendo que éste aún no está articulado en una “identidad” consigo mismo, con lo que él íntimamente experimenta?
Y algo más asombroso: ¿qué sabe un niñito de dos años de la diferencia de los sexos? ¿Cómo llegó al conocimiento de qué hay dos sexos y de cuál es el que será finalmente el suyo? A esa edad, ellos, los nenes, no saben si son nenas o varones, no se distinguen, somos nosotros quienes los distinguimos. La alternancia en la presencia/ausencia de pene no ha sido establecida todavía como universal a nivel simbólico, es un dato observable pero sin significación sexual aún. En el caso de que la experiencia la hubiera puesto a su alcance, las teorías sexuales infantiles acuden prestamente a desmentirla y a tranquilizar la angustia que la fantasía de pérdida, de castración, induce. Los argumentos fantaseados como “ya le va a crecer cuando sea grande” respecto del pene tranquilizan a los varones y esperanzan a las niñas por esas épocas de sus vidas.
En esa etapa precoz, las sensaciones corporales eróticas, por vívidas que sean, aún no se asocian a la diferencia que hace de alguien “varón” o “nena”, simplemente porque esa diferencia permanece aún fuera de su registro simbólico. Los niños ven una apariencia sin establecer una relación entre esa apariencia y una modalidad singular de goce sexual. La propia excitación o el placer erógeno de una zona corporal es percibida por el niño sin asociarse con lo masculino o femenino, ni con lo activo o pasivo; sólo se siente, sin representación de género que la legitime y la ordene.
La sexualidad infantil, según Freud, es “perversa polimorfa”, es decir que no ha definido aún un objeto o zona erógena singular de la que goza. Por el contrario, goza indiferenciadamente de cualquiera de ellas. Sólo después del paso por el Complejo de Edipo y su represión, la identidad sexual empieza a estructurarse alrededor del ideal social de cada sexo, tanto para aceptarlo como para rechazarlo. Esto recién se manifiesta entre los cinco y seis años, por lo general.
Insisto: no antes.
Entonces no puedo menos que preguntarme: ¿como podría un niño de dos años nombrarse a sí mismo si no fuera porque alguien lo llamó así antes?; ¿cómo podría llamarse “yo”, usando gramaticalmente la primera persona, cuando aún no ha articulado, no ha concluido en la percepción de un yo estructurado como tal por la incorporación de las diferencias con el otro y los propios límites, cuando no sabe aún qué es “yo” y qué es “no yo”?; ¿cómo podría atribuirse la identidad definida conceptualmente de “princesa” cuando no sabe aún nombrar, casi seguramente, ni la calle de su casa ni el oficio de su padre?; ¿cómo reclama una sexualidad diferenciada como “nena” o “nene” cuando aún no tiene registro de que exista una estructura anatómica o un goce corporal que no sean los suyos, incluyendo la “teta” de mamá, que también considera suya muchas veces a esa edad?
En septiembre pasado, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en una decisión sin antecedentes en el mundo, decidió cambiar el documento, por pedido de su madre, al infans conocido a través de la prensa como Lulú. Se dice que al año y medio Lulú decía: “Yo nena, yo princesa”. Según lo que hemos expuesto, sería más razonable pensar que este reclamo, de cuya existencia no dudamos, resulte mucho más tardío que los dos años, que es la edad a la que se le atribuye insistentemente. A los siete años que ahora tiene, en cambio, es muy posible que haya tenido tiempo de percibir y adoptar o rechazar el modo en que se lo nombró, y en qué lugar fue esperado, consciente o inconscientemente, por los que lo alojan en su deseo.
Un niño crece alienado al lugar que le es ofrecido por la cultura, mediada por las personas de sus padres en sus dichos. Para alcanzar palabra propia, así fuera en la más absoluta aceptación del lugar que le fue ofrecido, debe recorrer un camino de identificaciones, renuncias y elecciones. Cada sujeto va construyendo por partes, anticipada y trabajosamente, un esbozo del sí mismo que le gustaría alcanzar, su yo ideal, al decir freudiano.
Es recién en la pubertad donde cada quien se las ve con lo que su sexo le hace desear, le exige como satisfacción. Estas modalidades de satisfacción sexual no se eligen voluntariamente en ninguna época de la vida; el sujeto se ve exigido a adoptar una posición sexual, a partir de condiciones de goce erótico singulares, que muchas veces él mismo desconoce y sólo pone en acto.
El sexo propio no es una imagen idealizada, no es una identidad aislada de lo real de la sexualidad efectiva y satisfactoriamente consumada. De ningún modo podemos asumir que antes de la pubertad esas preferencias estén decididamente definidas; sólo están, como decíamos antes, esbozadas en la imagen y aún sin confirmación real a nivel del goce sexual.
Por otro lado, la identidad legal de un sujeto en sociedad debería corresponderse a aquella que lo haga auténtica y subjetivamente feliz.
No quiero dejar de expresar mi preocupación acerca de que, en función de la aceptación de una legalidad vigente y oportuna, que asegura los derechos de quienes deciden asumir una identidad sexual autopercibida, ley con la que acuerdo plenamente, se generalice esta posibilidad respecto de los niños pequeños, que considero aún no pueden tomar esa decisión, ya que su autopercepción aún no está del todo establecida en forma independiente y responsable.
La ley es una; habría que repensar, propongo, las condiciones mínimas para su aplicación, para no caer en el error inverso a la rígida dependencia anatómica y/o de los roles sociales preestablecidos. Es decir, no caer en una elección caprichosa o apresurada al menos, y que no resulte seriamente justificada sobre la base de una autodeterminación subjetiva que posibilite preservar la singularidad de cada sujeto, y lo cuide así de posteriores complicaciones.
* Licenciada en Ciencias de la Educación. Psicoanalista. Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA). Anticipo del artículo que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.
Por Noemí Lapacó *
El modo en que nos nombran, antes de nosotros saberlo, nos representa ante los demás. Es el modo en que los otros nos identifican y nos alojan, mucho antes de que tengamos, en tanto sujetos diferenciados, una identidad propia. Ese reconocimiento que viene del Otro en primer término es el que cada uno de nosotros, alienado a ese decir adopta. Es decir nos adoptamos como “mí mismo” a partir de algo que se nos dona en la palabra de otro, por lo general antes de nuestro nacimiento. Quién de nosotros no preguntó a alguien que estaba en camino de ser padre o madre “¿ya tienen el nombre?”, o bien “¿todavía no tiene nombre?”, como intentando saber anticipada e imaginariamente a quién esperar. Como si su identidad dependiera de ese nombre que le será donado por quienes van a recibirlo en este mundo social.
Y no estamos muy lejos de la verdad; los nenes chiquitos dicen “nene” o “nena” de sí mismos, según como sean llamados por los otros, mucho antes de decir su nombre. Nombre que en general desconocen que sea el suyo en un tiempo primero de la vida. La posibilidad de decir “yo”, es decir de hablar de sí mismos en primera persona, está evolutivamente ubicada alrededor de los dos años y medio. No antes. Antes de eso, el niño se considera una parte indivisa del mundo que lo rodea. Todo el mundo es él y lo que percibe alrededor suyo. Hay entre él y el mundo, para nosotros exterior, una continuidad que sólo de a poco y por la intervención de la palabra y los actos de los adultos se va circunscribiendo. Son la palabra y el contacto directo con los otros, sus actos, los que transmiten en ese primer tiempo un cierto orden acerca de qué es cada cosa y para qué sirve.
A los dos años de vida un niño apenas ha comenzado a nombrar las diferencias entre los objetos, las diferentes consonantes de la lengua materna, por ejemplo, que a menudo todavía confunde en su “media lengua”. Entonces, ¿qué sabría un niño de dos años acerca de qué clase de cosa es una princesa? ¿Cómo obtendría ese saber, que tampoco ha alcanzado aún a distinguir a nivel del lenguaje ni de la experiencia, salvo que lo escuchara y muchas veces? Podría ser que apareciera en un cuento leído, pero entonces, ¿cómo asociaría ese concepto, lejano a su experiencia, con la compleja percepción de un yo integrado, siendo que éste aún no está articulado en una “identidad” consigo mismo, con lo que él íntimamente experimenta?
Y algo más asombroso: ¿qué sabe un niñito de dos años de la diferencia de los sexos? ¿Cómo llegó al conocimiento de qué hay dos sexos y de cuál es el que será finalmente el suyo? A esa edad, ellos, los nenes, no saben si son nenas o varones, no se distinguen, somos nosotros quienes los distinguimos. La alternancia en la presencia/ausencia de pene no ha sido establecida todavía como universal a nivel simbólico, es un dato observable pero sin significación sexual aún. En el caso de que la experiencia la hubiera puesto a su alcance, las teorías sexuales infantiles acuden prestamente a desmentirla y a tranquilizar la angustia que la fantasía de pérdida, de castración, induce. Los argumentos fantaseados como “ya le va a crecer cuando sea grande” respecto del pene tranquilizan a los varones y esperanzan a las niñas por esas épocas de sus vidas.
En esa etapa precoz, las sensaciones corporales eróticas, por vívidas que sean, aún no se asocian a la diferencia que hace de alguien “varón” o “nena”, simplemente porque esa diferencia permanece aún fuera de su registro simbólico. Los niños ven una apariencia sin establecer una relación entre esa apariencia y una modalidad singular de goce sexual. La propia excitación o el placer erógeno de una zona corporal es percibida por el niño sin asociarse con lo masculino o femenino, ni con lo activo o pasivo; sólo se siente, sin representación de género que la legitime y la ordene.
La sexualidad infantil, según Freud, es “perversa polimorfa”, es decir que no ha definido aún un objeto o zona erógena singular de la que goza. Por el contrario, goza indiferenciadamente de cualquiera de ellas. Sólo después del paso por el Complejo de Edipo y su represión, la identidad sexual empieza a estructurarse alrededor del ideal social de cada sexo, tanto para aceptarlo como para rechazarlo. Esto recién se manifiesta entre los cinco y seis años, por lo general.
Insisto: no antes.
Entonces no puedo menos que preguntarme: ¿como podría un niño de dos años nombrarse a sí mismo si no fuera porque alguien lo llamó así antes?; ¿cómo podría llamarse “yo”, usando gramaticalmente la primera persona, cuando aún no ha articulado, no ha concluido en la percepción de un yo estructurado como tal por la incorporación de las diferencias con el otro y los propios límites, cuando no sabe aún qué es “yo” y qué es “no yo”?; ¿cómo podría atribuirse la identidad definida conceptualmente de “princesa” cuando no sabe aún nombrar, casi seguramente, ni la calle de su casa ni el oficio de su padre?; ¿cómo reclama una sexualidad diferenciada como “nena” o “nene” cuando aún no tiene registro de que exista una estructura anatómica o un goce corporal que no sean los suyos, incluyendo la “teta” de mamá, que también considera suya muchas veces a esa edad?
En septiembre pasado, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en una decisión sin antecedentes en el mundo, decidió cambiar el documento, por pedido de su madre, al infans conocido a través de la prensa como Lulú. Se dice que al año y medio Lulú decía: “Yo nena, yo princesa”. Según lo que hemos expuesto, sería más razonable pensar que este reclamo, de cuya existencia no dudamos, resulte mucho más tardío que los dos años, que es la edad a la que se le atribuye insistentemente. A los siete años que ahora tiene, en cambio, es muy posible que haya tenido tiempo de percibir y adoptar o rechazar el modo en que se lo nombró, y en qué lugar fue esperado, consciente o inconscientemente, por los que lo alojan en su deseo.
Un niño crece alienado al lugar que le es ofrecido por la cultura, mediada por las personas de sus padres en sus dichos. Para alcanzar palabra propia, así fuera en la más absoluta aceptación del lugar que le fue ofrecido, debe recorrer un camino de identificaciones, renuncias y elecciones. Cada sujeto va construyendo por partes, anticipada y trabajosamente, un esbozo del sí mismo que le gustaría alcanzar, su yo ideal, al decir freudiano.
Es recién en la pubertad donde cada quien se las ve con lo que su sexo le hace desear, le exige como satisfacción. Estas modalidades de satisfacción sexual no se eligen voluntariamente en ninguna época de la vida; el sujeto se ve exigido a adoptar una posición sexual, a partir de condiciones de goce erótico singulares, que muchas veces él mismo desconoce y sólo pone en acto.
El sexo propio no es una imagen idealizada, no es una identidad aislada de lo real de la sexualidad efectiva y satisfactoriamente consumada. De ningún modo podemos asumir que antes de la pubertad esas preferencias estén decididamente definidas; sólo están, como decíamos antes, esbozadas en la imagen y aún sin confirmación real a nivel del goce sexual.
Por otro lado, la identidad legal de un sujeto en sociedad debería corresponderse a aquella que lo haga auténtica y subjetivamente feliz.
No quiero dejar de expresar mi preocupación acerca de que, en función de la aceptación de una legalidad vigente y oportuna, que asegura los derechos de quienes deciden asumir una identidad sexual autopercibida, ley con la que acuerdo plenamente, se generalice esta posibilidad respecto de los niños pequeños, que considero aún no pueden tomar esa decisión, ya que su autopercepción aún no está del todo establecida en forma independiente y responsable.
La ley es una; habría que repensar, propongo, las condiciones mínimas para su aplicación, para no caer en el error inverso a la rígida dependencia anatómica y/o de los roles sociales preestablecidos. Es decir, no caer en una elección caprichosa o apresurada al menos, y que no resulte seriamente justificada sobre la base de una autodeterminación subjetiva que posibilite preservar la singularidad de cada sujeto, y lo cuide así de posteriores complicaciones.
* Licenciada en Ciencias de la Educación. Psicoanalista. Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA). Anticipo del artículo que se publicará en el próximo número de la revista Imago-Agenda.
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