jueves, 31 de enero de 2013

De horneros y palomas.



BASADO EN UNA HISTORIA REAL-. Sentado en el fondo de la casa en donde estoy veraneando, mientras oteaba plácida y pacíficamente la naturaleza cercana y lejana, divisé sobre un poste de electricidad, la redondeada casita de un hornero. Trataba de imaginar el trabajo que les debía haber insumido a la parejita voladora su construcción, las idas y venidas cargadas de una pequeña porción de barro ensalivado, las tormentas recias y las temperaturas sofocantes que debieron haber soportado, hasta poder finalizar su morada anual para la crianza de sus tan esperadas crías.
Mientras estaba preguntándome si la casita estaría habitada o no, se presenta uno de los integrantes e ingresa a su amarronada morada, señal de que habrían ya huevos o pequeñuelos demandates de paternalistas saciadores de apetito. Y así fue durante casi semana y media.
Pero hete aquí, que un día como cualquier otro, mientras trataba de imaginarme qué podría yacer tras la dura pared derecha interna, veo que una paloma se posa muy tranquilamente sobre el techo de la trabajada vivienda. Vaya uno a saber si fue por cansansio o comodidad, pero la misma quedó aplastada allí, disfrutando de la tenue brisa que inundaba el lugar.
Curioso sobre el resultado del encuentro entre ambas aves, fijé mi mirada en el escenario que, predije, sería de una lucha encarnizada del hornero por quitar a la paloma de sus bien ganados y construídos dominios y patrimonios. Porque según la enseñanza (histórica, académica, y popular), las palomas eran los alados más buenos del mundo (hasta son símbolo de paz, aunque sean más portadores de enfermedades que de beneficios), y los horneros, se defendían de cualquier depredador que rondase su hábitat, fuesen víboras, otros pájaros, y hasta felinos muchísimos más grandes que ellos. Aunque en honor a la verdad, la experiencia propia con las palomas contradecía la enseñanza milenaria, habiendo visto innumerables peleas con los gorriones, e inclusive con otros congéneres de la misma especie, por cosas tan valiosas como una simple miga de pan.
El momento llegó, y el hornero, viendo al vuelo a la inesperada visita, sobrevoló su hogar un poco más alto, y se posó sobre los cables de recubrimiento plástico, unos 3 metros más allá de su propio porche. Supuse que, luego de la sorpresa inicial, estaría formando algún tipo de estrategia horneril de ataque o disuasión, pero el pequeño no hacía más que moverse unos 5 centímetros hacia ambos lados por cada segundo que pasaba. El ave blancuzca que doblaba en tamaño al hornero (o la hornera, nunca lo supe), ni siquiera acusó la presencia del morador. Y luego de media hora, lo único que cambió, fueron un par de ejercicios de patas y alas de la más grande, que parecía estar desperezándose ante tanta tranquilidad.
El pajarillo pareció impacientarse y volvió a sobrevolar su propia morada, cada vez más cerca, pero siempre lejos del alcance de la rompeturbinas de aviones. Incluso hubo unas contadas veces en las que aterrizó en la parte más baja de la entrada, casi colgando de cabeza, pero al percatarse (o recordar) que la amenaza seguía allí, retornaba al cable con la misma velocidad con la que había iniciado el viaje. La paloma, ahora, giraba de vez en cuando la cabeza, supongo que al sentir los cimbronazos en su teórico estático piso sólido. Pero no hizo más que eso.
Pasaron los minutos, y casi llegando a la segunda hora, el hornerito pareció doblar su impaciencia. Tal vez recordó que allí dentro estaban sus hijos que, crías emplumadas o huevos brillosos, necesitaban de su atención y cuidado, y que su ineficiencia para proteger su propia morada, los podía poner en peligro, de vida inclusive. Allí fue cuando se sacudió fuertemente, y empezó a piar rítimicamente con una fuerza notable para un ejemplar de ese tamaño. La queja, la angustia, y la desesperación por lo urgente, parecían teñir su alarmado trino, y se estiraba con todo su cuerpo hacia el gigante blanquecino. Pero, siempre, desde los 3 metros de distancia, sin moverse un ápice hacia su propiedad, sus aposentos, sus propios hijos. La bauticé como “bronca segura” en ese momento, y me pareció un buen nombre.
Habrían pasado unos 2 minutos del reproche del pión, cuando la paloma decide girar y ponerse de cara a la entrada del monoambiente, mirando de frente al plumífero quejoso. Siguió apoltronada en su improvisado y pasajero sillón, y no hizo más que estirar su cuello, tal vez para mirar mejor a su posible enemigo, tal vez para relajar su columna superior ante la falta de peligro real. Entonces, contra todo pronóstico propio, el documentado valiente hornero, calló y dejó de moverse, salvo para alejarse un poco más, ya a unos 5 o 6 metros de sus dominios, de sus aposentos, de su propia carne y plumas. Y allí siguió, intranquilo, con sus ínfimos saltitos hacia izquierda y derecha, con algunos píos aquí y allá, pero sin hacer enojar a la paloma. La tarde avanzó y se hizo noche, y el hornero, que debería estar dentro con sus hijos, ya durmiendo luego de un arduo día de viajes por todo el pueblo, permanecía fuera, seguramente sin alimento para ofrecer en ese entonces, y con la falta de certeza de lo que ocurría u ocurriría con sus hijos. Su suerte había quedado supeditada a los designios y caprichos de la paloma despreocupada, situada por encima de todo, que no reconocía más que su propia comodidad.
Así fue como la valentía de otros tiempos del hornero trabajador, quedó sepultada por la realidad patente que estaba viendo en ese momento. Y por más que me muestren libros en cantidades o calidades al por mayor, intentando demostrarme que el alonsito posee una gallardía a toda prueba, sé que su cobardía actual es la que cuenta, y que casi nada le queda ya de lo documentado en otras épocas. Hoy, les es más importante no contrariar a la paloma, que proteger lo suyo y a los suyos, aunque sea a costa de un par de plumas menos. Cosas por las que antes hubiese dado hasta la vida, hoy ni siquiera parecen tener importancia. Tal vez el hornero se crea valiente con un par de píos y unos pasitos laterales, pero la realidad es bien distinta. La historia, ya es cosa del pasado; lo que cuenta, es lo que hace y deja de hacer el pequeñuelo cobarde de hoy. “Que se pose nomás”, imagino que se dice a sí mismo. “En algún momento se va a cansar. Y yo voy a estar allí para volver a lo mío, y ver qué ha decidido dejarme ésta vez”.
Y creo, cada vez con más hastío y desesperanza, que la sociedad de horneros es cada vez más parecida a este ejemplar, que al que habita en otras páginas más benévolas y honrosas de la historia. Tal vez por esa actitud popular, las palomas estén cada vez más despreocupadas. Y eso termina afectando, se quiera o no, a la genealogía completa de la especie (de horneros y palomas). La presente y la futura.
PLPLE

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