De rodrigazos, revoluciones, fraudes y destitucionesby Jorge Raventos |
Mientras la señora de Kirchner, con afanes comerciales, recorre algunos costados del mundo en el avión alquilado a una firma británica, visita los senderos del Vietcong que los vietnamitas acondicionan para turistas, presenta en Yakarta una muñeca que la celebra y pretende representarla (pero no se le parece en nada), trata de que un fondo de los Emiratos Árabes invierta en YPF y sigue ensayando su nueva pasión por Twitter, en Argentina algunas cosas siguen ocurriendo: el ministro Florencio Randazzo anunció una pronta “revolución de los transportes”; hubo otro descarrilamiento en Once (por suerte, sin víctimas); el dólar blue tocó los siete pesos y medio de cotización; murió a los 104 años un jubilado que tres meses antes consiguió cobrarle a ANSES el juicio que le había ganado; la operación destituyente del intendente de Bariloche, Omar Goye, lanzada desde la Casa Rosada, obtuvo un éxito: Goye fue suspendido. Y hubo nuevas discusiones sobre la década del 70: no sobre el terrorismo y la represión, sino sobre hechos ocurridos durante los últimos meses del gobierno de la viuda de Juan Perón.
Actualidad del “rodrigazo”
Dos eminentes líderes empresarios -industrial uno, financista el otro- lanzaron esta semana al ruedo una palabra que estremece íntimamente al gobierno: ambos evocaron el llamado “rodrigazo” de junio de 1975.
Tanto De Mendiguren como Brito tienen responsabilidades institucionales por sus cargos en la UIA y en ADEPA y en esa condición mentaron los hechos de hace tres décadas y medias. En aquella ocasión, el ministro de Economía de Isabel Perón, Celestino Rodrigo, montado sobre una inflación desbocada, quiso imponer un plan de ajuste que permitiera transparentar precios de mercancías y servicios y establecer un tope al aumento de precios y salarios. Los sindicatos rechazaron los topes, Rodrigo debió irse, poco después abandonó el gobierno y el país su mentor, José López Rega y se profundizó la debilidad de la Presidente, Isabel Martínez de Perón.
De Mendiguren se mostró preocupado por los porcentajes de aumento que ya se están aprobando en paritarias, en el marco de la competencia entre las diferentes centrales sindicales. “Que no sea un problema de posicionamiento interno de un gremio para que se ponga arriba de otro -pidió el dirigente-. Ya tuvimos eso en los ‘70, cuando Lorenzo Miguel (entonces secretario general de los metalúrgicos) arreglaba, y lo que era el techo de un gremio después era el piso del otro. Eso terminó en el rodrigazo”.De Mendiguren reclamó flexibilidad y “planteos sector por sector” para analizar las pautas de aumentos. Y también pidió que se tome en cuenta el factor productividad.
Brito insistió con la metáfora histórica: “En 1975, con el Rodrigazo, ya vimos que la lucha entre precios y salarios es una lucha que no favorece a nadie y destruye a todos, a trabajadores y a empresarios”.
De la propia cadena
No puede decirse que el presidente de Unión Industrial Argentina, Ignacio De Mendiguren, o el titular de la Asociación de Bancos Argentinos y del Banco Macro, sean eslabones de lo que el oficialismo denomina “cadena del miedo y el desánimo”; más bien por el contrario, se trata de amigos del gobierno: la señora de Kirchner tutea públicamente al presidente de la UIA y lo llama por su apodo (“Vasco”); en cuanto a Brito, sus vínculos con el kirchnerismo son legendarios (llegó a hablarse de él como “banquero de los K” y tuvo, al parecer, participación en las operaciones del fondo buitre o “carancho” Old Fund, que se quedó con los negocios de la ex imprenta Ciccone aprovechando sus dificultades financieras).
Más allá de esas familiaridades, desde el gobierno salieron a disparar contra el concepto y contra sus difusores. Hablar de rodrigazo “es terrorismo verbal”, censuró el ingenioso sociólogo y propagandista K Artemio López. Para Carlos Kunkel, más protocolar, se trató de una “expresión poco feliz”: Plagió anticipadamente al Jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, que repetiría esas palabras. El presidente de la Cámara de Diputados, el bonaerense Julián Domínguez, amplió la idea: fue “poco oportuno, inapropiado e imprudente”, aseveró.
Evidentemente, el oficialismo no desea oír hablar de rodrigazo: alude a un fantasma que inspira temor silencioso porque al gobierno le resulta muy complicado contener a los factores de producción en un marco inflacionario y en el contexto de confrontación permanente que se alienta desde el poder.
¿Quién quiere topes salariales?
Como suele ocurrir, el discurso del oficialismo se despliega en una dirección que sus actos contradicen. Los voceros del gobierno que atacaron a De Mendiguren le imputan al empresariado “querer ajustar el salario del trabajador y no sus propias ganancias”. Pero lo cierto es que es el ministerio de Trabajo el que amenaza con no homologar convenios que superen el techo implícito de aumentos salariales al que el gobierno aspira.
Los bancarios acaban de firmar un acuerdo con su patronal que no sería homologado con un argumento convergente: según la cartera que encabeza Carlos Tomada “solo se homologan acuerdos de vigencia anual o por plazos mayores”, y los bancarios arreglaron sumas fijas que representan una suba del 24,2% “a cuenta del convenio” de 2013.
Las organizaciones gremiales, ante el proceso inflacionario y la indefinición gubernamental sobre la aplicación del impuesto a las ganancias a las remuneraciones, tienden a firmar acuerdos por plazos cortos (no más de seis meses) y adelantan que no aceptarán pisos. Todas estiman que los aumentos deben superar el 26 por ciento de la inflación de 2012 (el INDEC, es cierto, dictaminó una inflación de menos de 11 puntos, pero nadie, ni el propio gobierno, cree en esas cifras).
Es la inflación la que impulsa la puja distributiva que a las organizaciones empresariales les evoca la pesadilla del rodrigazo. Los topes salariales no fueron una solución (ni pudieron aplicarse) en 1975. El gasto público desorbitado, el desaliento a la inversión, las trabas comerciales, las regulaciones cambiarias son otros tantos aceleradores del proceso inflacionario.
Verdes y azules
El jueves 17 un medio especializado que se ubica a la sombra del oficialismo tituló: “Dólar oficial cotiza estable a $ 4,96”. La noticia en relación con la divisa estadounidense no era esa, en rigor, sino que el dólar paralelo había trepado a $7,50, haciendo así que la brecha cambiaria con la cotización oficial superara el 50 por ciento.
El derrumbe del peso en el paralelo -virtualmente el único mercado existente, ya que el otro está sometido a la cada vez más restrictiva oferta oficial- parece no encontrar piso. El Banco Central afecta creer que “un mercado minúsculo” no debe preocupar ni merece que se gasten reservas para bajarlo. Los tenedores de dólares, de su lado, apuestan a que el valor seguirá trepando.
El gobierno reacciona ante estos movimientos del mercado con su habitual obstinación: teme que si cede a la demanda y satisface la sed de dólares de los ciudadanos las cosas se le vayan de las manos. Tal vez, precisamente por no responder a la realidad, esté ocurriendo ya lo que los funcionarios temen. Durante el último año, los que apostaron al dólar (es decir, quienes desafiaron y aprovecharon la rigidez de la política cambiaria oficial) obtuvieron réditos de 40% (14 puntos por encima de la inflación); entretanto, los plazos fijos bancarios rendían alrededor de un 10 por ciento.
La presión del paralelo tiene (y tendrá) efectos sobre los precios que lo toman como punto de referencia, es decir: disparará incrementos en la inflación que se proyecta. Y, simultáneamente, la expectativa de aumentos que ofrece el dólar paralelo presiona sobre las tasas de interés: para captar ahorros en una medida competitiva, los bancos se verán impulsados a alzar las tasas. Esto tendrá efectos sobre el precio del crédito y sobre la inversión y actividad de las empresas. Enfriamiento económico. En verdad, la terca política cambiaria del gobierno contribuye a estimular condiciones de estanflación.
De allí la resistencia a mentar el rodrigazo.
El fraude y Maradona
Si el oficialismo respondió duro a De Mendiguren, no fue más edificante en sus respuestas a Roberto Lavagna. El ex ministro de Economía de Néstor Kirchner se prepara para intervenir en la próxima campaña electoral: será candidato a senador por la Ciudad de Buenos Aires por una fuerza plural de signo primordialmente peronista. Aunque aún no ha explicitado públicamente ese objetivo, Lavagna actúa con energía. Esta semana salió a cuestionar una pieza importante del relato K: el 54 por ciento que invoca habitualmente el gobierno como aval electoral (“Los números se dibujan para crear ciertas sensaciones”, dijo. “Los niveles de fraude en las últimas elecciones han sido altísimos. Hay pruebas infinitas del fraude a niveles nacionales y locales. Por eso el gobierno se resiste a hacer los cambios como la incorporación de la boleta única”.
“Fraude” es otra palabra que el gobierno prefiere no oír.
Con su reconocida delicadeza, el senador oficialista Aníbal Fernández juzgó que Lavagna “es un pavote, un pavote más de los tantos que tiene este país”. El Jefe de Gabinete, Abal Medina, consideró que el economista había sufrido “un golpe de calor”, pues sus declaraciones eran una muestra “de liviandad y desprecio al sistema electoral argentino”. La diputada cristinista (“Cristina eterna”) Diana Conti estimó que “Lavagna es un hombre sin éxito que defiende políticas neoliberales” y desechó los cambios que él propone porque -dijo- “la tradición argentina es con la boleta que nosotros conocemos. Pero la réplica más paradójica (o más franca) a las denuncias de fraude de Lavagna la produjo el legislador bonaerense (y coproductor de la reciente apología fílmica de Néstor Kirchner): “que un dirigente que quiere ser alternativa denuncie cosas que pasaron hace dos años, es como que diga que el gol de Maradona fue con la mano”.
¿No fue con la mano?
Jorge Raventos
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