Hugo Martini
La elección del Cardenal Bergoglio como Papa ha producido en la Argentina dos reacciones: (1) La importancia que, sin duda, tiene este hecho y la satisfacción de católicos y no católicos, creyentes y no creyentes frente a una distinción excepcional y nunca vista a un ciudadano argentino y (2) La extendida creencia entre Gobierno y gran parte de la oposición que esta designación tendrá efectos directos sobre la política argentina.
Resultado: el Gobierno esta preocupado y la oposición está feliz. El error –como tantos fantasmas argentinos- es suponer que el Cardenal Bergoglio sigue siendo el hombre que enfrentó a los Kirchner y a quien estos consideraron un enemigo y que, por lo tanto, seguirá manteniendo esta posición activa.
Una lectura más cuidadosa de la realidad indica lo siguiente: (1) el viaje que hizo a Roma para participar del Cónclave fue el último viaje privado que hizo en su vida, (2) la caminata que lo llevó desde el hotel hasta la Capilla Sixtina el día que lo eligieron fue la última que hizo solo, (3) a partir del miércoles 13 pasado saldrá de las 44 hectáreas del Vaticano y las 55 de Castel Gandolfo sólo en viajes oficiales anunciados públicamente, (4) vivía como ciudadano de un Estado (Argentina) y ahora será el Jefe de otro (Vaticano) y (5) no se llama más Jorge Mario Bergoglio, sino Papa Francisco.
Mientras tanto, la política argentina ha entrado en un estado de suspenso esperando el impacto del nuevo Papa sobre la vida cotidiana del país. Este sentimiento entra de la misma categoría de pensamiento (expresado de otra manera) de aquellos quebuscan y encuentran un culpable para las desventuras de su propia posición. En este caso, la búsqueda es de un salvador que venga de afuera hacia nosotros. Pero es lo mismo: alguien es el culpable o alguien viene a salvarnos. La consecuencia es que la responsabilidad por nuestros actos disminuye.
La comparación con Juan Pablo II (1920-2005) es otra tentación. Elegido Papa en 1978 (ordenado sacerdote en 1946) vivió en medio de la más importante crisis internacional después de la Segunda Guerra Mundial: la Guerra Fría. Su país de origen –Polonia- estaba del lado comunista. Este conflicto concluyó con la caída del Muro de Berlín (1989) y la implosión de la Unión Soviética (1991). Nunca se sabrá el grado de participación del entonces Papa en la resolución de este conflicto, pero el cuadro permite más de una interpretación, verdadera o falsa.
El hasta ahora Cardenal Bergoglio viene, en cambio, de una país democrático, con elecciones periódicas desde hace 30 años, sin ningún tema directo de interés internacional, excepto Malvinas. A diferencia de la situación que enfrento el Cardenal Wojtyla los asuntos que perturban a la Argentina son ajenos al interés del mundo: inseguridad, inflación, corrupción, avance de la Presidencia sobre los poderes legislativos y judiciales, ataques permanentes a la libertad de prensa, aislamiento internacional. Estos temas le importan solo a los argentinos y es un delirio imaginar que el nuevo Papa movilizará su reinado para que, por ejemplo, las elecciones de 2013 y 2015 tengan un resultado distinto al que decidan los propios argentinos.
La diferencia entre estas dos miradas –un Papa nacido, criado y educado en la Argentina y la de su real influencia de ahora en adelante sobre su país de origen- se verá más clara cuando disminuya el impacto que significó su elección y se apaguen las luces de las ceremonias que lo consagraron.
El Gobierno no debería estar tan preocupado, ni la oposición tan contenta.
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