En referencia al artículo “La relación de los últimos Papas con el Poder” (Diario La Nación, lunes 4 de marzo de 2013), de Mons. Mariano Fazio (Vicario del Opus Dei), reproducimos parcialmente el artículo “Los neomaritaineanos” del Dr. Fernando Romero Moreno publicado en el número 22 del Diario de Filosofía del Derecho de “El Derecho” (UCA), Noviembre del 2011, en el que se refiere a ciertas tesis del Vicario del Opus Dei en la Argentina,
Si bien esta pagina tiene una finalidad estrictamente política este articulo y el del Dr. Romero Moreno son de suma importancia para dejar aclarada una serie de cuestiones que suelen ser motivo de debate en este blog. Sabemos que a una teología se corresponde una política determinada y al liberalismo teológico se corresponde por lo general el liberalismo político y económico y en la actualidad, la adscripción a las políticas y estrategias globales que llevan adelante el imperialismo norteamericano, sus aliados y el Sionismo o sea el Poder Mundial. Suelen identificarse estas tendencias con lo que llamamos "Sionismo Católico", muy difundido en EE UU (aqui aunque no se note también) de la mano de Michel Novak, teórico de la "guerra justa" noreamericana, contra Irak.
Podemos decir entonces:
1.- El articulo de Mons. Fazio deja en claro que la posición liberal está bastamente difundida (el es cabeza local de una organización católica de primordial importancia) entre la mas alta jerarquía y el clero católico asi como entre la feligresía. En determinadas capas sociales es abrumadoramente mayoritaria.
2.- Se deduce del articulo, el por qué, quienes profesan esa tendencia, solo les preocupa y eventualmente luchan (siempre de forma tibia o inapropiada) contra ciertas políticas del Sistema o Régimen de Dominación (aborto, control de la natalidad, "casamiento" de los homosexuales) y no rechazan al mismo en un todo. Pretenden aceptarlo con beneficio de inventario, cosa que a todas luces es imposible por el carácter totalitario del Poder Mundial esencialmente liberal, que alienta la Globalización homogeneizadora de la política, la economía y la cultura; y dilusora de las soberanias nacionales. Aquello del pensamiento único y finalmente de un mundo sin fronteras ni nacionalidades hermanado por los mercados especialmente financieros.
3.-También ilustra mucho sobre por qué, gran parte de la jerarquía acepta el pensamiento hegemónico: derechos humanos. democracia moderna, "respeto a la identidad de cada uno" (termino sospechoso y ambiguo), sacralización del denominado "Holocausto" etc. dejando absolutamente en el olvido las condenas ex catedra al liberalismo por pare de los Papas Pio IX y la que se realizara al Modernismo por boca de Pio X, como si las mismas fueran inexistentes y calla también que muchos de los Papas que sí menciona condenaron en su momento al liberalismo y al modernismo.
4.- Finalmente nos hace inferir el acotadisimo margen, para no llamar imposibilidad practica y concreta, de hacer política confesional dirigida a la conquista de espacios de poder y eventualmente a conquistar el Estado, pues siendo esta la visión teológica-política imperante en la cupula de la Iglesia, encontrar un aval mínimo para ello seria muy dificultoso, pues la jerarquia, lo considerarían incurso en el error de "clericalismo".
Recomendamos leer estos dos articulos y complementarlos con la lectura de "Documento Vaticano y Gobierno Mundial" del Tte. Cnel Santiago Roque Alonso en Diario Patria Argentina de enero y abril de 2012 (Boletines CCP 172 y 174) para conocer la verdadera magnitud y finalidad del liberalismo católico.
LA RELACION DE LOS ULTIMOS PAPAS CON EL PODER.
Por Mons. Mariano Fazio
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PIO IX CONDENÓ EX CATEDRA AL LIBERALISMO EN EL SILLABUS |
D e Benedicto XV a Benedicto XVI, la Iglesia contó con pontífices "expertos en humanidad", fieles a su misión. Provenientes de distintas naciones y estratos sociales, con personalidades muy diferentes entre sí, los papas de los últimos 100 años, desprovistos de poder humano, pero confortados con la asistencia divina, han sido auténticos testigos de la verdad y de la caridad. Nunca en la historia de la Iglesia moderna se han sucedido en la sede de Pedro vicarios de Cristo tan convincentes, que se convirtieron, para toda la humanidad, en custodios y garantes de la dignidad de la persona y promotores de la paz.
En 1870, la Iglesia Católica había perdido el dominio sobre los Estados pontificios. A partir de esta carencia de poder temporal, la voz de los papas se hizo sentir clara y nítida, pues la autoridad moral del pontificado creció en forma exponencial después de la desaparición de su poder político. La libertad espiritual ganada por la Sede Apostólica es uno de los beneficios providenciales que trajeron esos sucesos, considerados por los católicos de ese momento como un golpe durísimo infligido a la Iglesia.
El proceso de secularización se puede interpretar en dos vertientes: en primer lugar, como la intención de excluir totalmente a Dios de lo público, reafirmando la autonomía absoluta del hombre, constituyendo la religión como un hecho privado, carente de interés -y hasta peligroso- para la vida social.
En segundo lugar, como proceso de desclericalización de la vida política y social, que reivindica la legítima autonomía relativa del orden temporal. Benedicto XVI llama a la primera vertiente laicismo, y a la segunda, sana laicidad. Esta tríada clericalismo-laicismo-sana laicidad ofrece la posibilidad de comentar la compleja relación entre la Iglesia y la Modernidad.
Los casi 100 años que van desde el pontificado de Benedicto XV hasta la actualidad han visto un aceleramiento del proceso de secularización. Los romanos pontífices no fueron espectadores pasivos de este proceso. El camino recorrido comienza con Benedicto XV y coincide con el inicio de la Primera Guerra Mundial, hecho histórico clave para comprender la crisis de la cultura de la Modernidad en la que estamos todavía inmersos: la Gran Guerra fue un mentís al optimismo decimonónico liberal y positivista que pensaba que el siglo XX sería el siglo de la glorificación prometeica de la humanidad. En las trincheras de media Europa, esta ilusión se desvaneció rápidamente.
La Primera Guerra Mundial inaugura un período cultural nuevo, no tanto por el cambio de las categorías mentales, sino por la vívida percepción de las consecuencias sociales, económicas, políticas y morales de esas mismas categorías ideológicas: se rompe el paradigma del progreso indefinido por medio del avance científico.
El pensamiento de los papas del último siglo se puede dividir en dos partes, con el Concilio Vaticano II en el centro: la primera incluye los pontificados de Benedicto XV, Pío XI y Pío XII (1914-1958), y la segunda parte se ocupa del Concilio Vaticano II, que se desarrolla durante los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, y se despliega en la vida de la Iglesia durante los de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En la primera mitad del siglo, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII tuvieron que enfrentarse a manifestaciones violentas y extremas de la secularización entendida como afirmación de la absoluta autonomía humana. Frente a los totalitarismos de derecha y de izquierda, los papas reaccionaron denunciando la pérdida de la visión trascendente de la persona, que implica respeto por su dignidad espiritual y una organización político-social acorde con dicha dignidad.
No se trató sólo de denuncias: las propuestas para el restablecimiento de la paz y de la justicia, las movilizaciones a favor de las víctimas de las tragedias contemporáneas, la exposición de los principios de una doctrina social que pone en el centro de su atención la persona humana y sus derechos y el recurso a la oración para promover la misericordia constituyen algunos de los medios practicados por los papas de la primera mitad del siglo para aliviar las consecuencias de las guerras.
Benedicto XV, Pío XI y Pío XII tuvieron clara conciencia de la gravedad del proceso de secularización que consagraba una visión que exasperaba el afán de dominación. Las circunstancias culturales de su época les hacían añorar una societas christiana que había sido el paradigma social de la Edad Media y, en menor medida, el del Antiguo Régimen. No se trataba, obviamente, de una nostalgia ingenua de un tiempo pasado que también presentaba notables limitaciones. Pero todavía no estaban los tiempos maduros para una toma de conciencia plena de la positividad de la laicidad.
No obstante, las continuas referencias de Benedicto XV, Pío XI y, de modo particular, de Pío XII a favor de una profundización y respeto del derecho natural y de la ley natural -en sintonía con la próxima declaración universal de los derechos humanos- ponen de manifiesto que la defensa de la dignidad de la naturaleza humana es un elemento esencial de la tradición cristiana y constituyen el inicio de la renovación que se completará en el Concilio Vaticano II.
En la segunda mitad del siglo XX, junto al continuo avance de la secularización laicista, cobra cada vez más vigor la toma de conciencia de la positividad de la secularización entendida como desclericalización de la sociedad, como distinción entre el orden natural y el sobrenatural, entre Iglesia y Estado. El Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII y clausurado por Pablo VI, y los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, en plena continuidad con lo anterior, siguen denunciando las consecuencias destructivas de una visión antropológica con pretensiones de autonomía absoluta, al mismo tiempo que subrayan la dignidad de la persona humana, dejada por Dios libre para tomar decisiones en un campo amplísimo de su actividad, guiada por la conciencia abierta a la verdad y movida por deseos de justicia, solidaridad y paz.
Joseph Ratzinger eligió su nombre papal en alusión a la tarea de promoción de la paz que había guiado a Benedicto XV. El Papa teólogo se identificó a sí mismo desde el primer momento con el anuncio de la paz, en un mundo atiborrado de violencia. "La paz es obra de la solidaridad", había dicho Juan Pablo II en 1988. Sólo la capacidad de entregar algo de lo propio para beneficio del otro, sólo quien está dispuesto a superar el propio egoísmo es un verdadero promotor de la paz. La primera solidaridad es la apertura al diálogo y la confianza en que es posible compartir unos valores fundamentales, valores que no negocian con el poder ni el dinero, sino que son a la vez salvaguarda de los más débiles y condición de la vida en común.
Muchos de los anhelos de libertad y de justicia que movilizaron energías humanas en el siglo XIX, a veces teñidos de anticlericalismo por la confusión reinante entre el trono y el altar, encuentran hoy en la doctrina católica -en particular con la afirmación del valor propio de lo temporal y la libertad religiosa- un lugar privilegiado. Doctrina ya presente en el Evangelio, pero que siglos de historia vividos entre la heroicidad de la santidad y la mezquindad de la miseria humana se ocuparon de oscurecer. Una parte fundamental de la herencia que nos deja Benedicto XVI es su doctrina de la sana laicidad, sobria y positivamente promotora del pluralismo y del respeto por la identidad de cada uno y de cada una, afirmada sobre los derechos humanos, y muy consciente de que la fe se debe proponer de corazón a corazón.
El autor, vicario del Opus Dei en la Argentina, escribió De Benedicto XV a Benedicto XVI. Los papas contemporáneos y el proceso de secularización.
Fte. Diario LA NACION
EL LIBERALISMO CATÓLICO DE MONS. MARIANO FAZIOPor Fernando Romero Moreno
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PIO X CONDENÓ EX CATEDRA AL LIBERALISMO CATÓLICO EN LA PASCEND
El error del “liberalismo católico”, es de antigua data. Con diversidad de matices y tendencias, puede rastrearse su origen en el pensamiento de Lamennais y probablemente su representante mayor en el siglo XX haya sido Jacques Maritain. La oposición entre las tesis de este liberalismo con la Fe católica fue expuesta por la mayoría de los Papas, sobre todo a partir de Gregorio XVI.
Como saben los entendidos, en su naturaleza más íntima el liberalismo católico es, por un lado, un naturalismo o semi-naturalismo político que promueve un laicismo “moderado”, según aquel apotegma clásico convertido por ellos en “ideal” o “tesis”: La Iglesia libre en el Estado libre. Es decir, la renuncia a la doctrina del Estado católico, convirtiendo en una norma “de máxima” la hipótesis del Estado laico “aconfesional”, respetuoso de la Ley Natural y de la libertad de la Iglesia.
Junto con esto, caracteriza al liberalismo católico un intento de superar el individualismo y el utilitarismo de los liberales ilustrados mediante una antropología “personalista” que desnaturaliza la naturaleza del bien común (…)
En los últimos treinta años se ha ido desarrollando una variante del “liberalismo católico” que sólo tiene diferencias de grado con el anterior, viene formulado con una terminología nueva – al menos en parte – y pretende apoyarse en los documentos del Concilio Vaticano II y en las enseñanzas de los Papas posteriores al mismo.
Además, frente a la “aventura de la teología progresista”, es visto en muchos ambientes como un baluarte de ortodoxia.
Antes de explayarnos en los errores de esta corriente, queremos reconocer que, en sus representantes, hay un genuino y legítimo deseo de cristianizar el orden temporal; de garantizar la legítima autonomía de las realidades terrenas; de recordar la misión que tienen los laicos de santificarse y santificar la vida personal, familiar y social (la “consecratio mundi”); de respetar la legítima libertad en cuestiones opinables y prudenciales; de dar fundamento a una sana laicidad; y, en definitiva, de “oxigenar” los ambientes cristianos de actitudes y mentalidades clericales o integristas, proclives al celo amargo, a un desordenado “agere contra” y a una intransigencia cerril no con el error, sino también con las personas que yerran. Por otro lado, sus representantes han hecho aportes valiosos en distintos campos del saber, como la teología, la filosofía, el derecho, la historia, la economía, etc.
No obstante y más allá del natural aprecio que sentimos por algunos de ellos (a quienes conocemos personalmente), no podemos dejar de advertir sobre los errores de sus posturas.
Algunos de los referentes más importantes de este liberalismo católico son, según nos parece, Pedro Lombardía, Michael Novak, Andrés Ollero Tassara, Martín Rhonheimer, Roberto Bosca, Alfonso Santiago, Rafael Termes, Gabriel Zanotti, Alejandro Chafuén, George Weigel, Mons. Mariano Fazio y Juan Manuel Burgos (…)
Una característica de esta corriente es, en general, la defensa como ideal de una “laicidad aconfesional” en una comunidad política respetuosa de la Ley Natural, teniendo como superada – por clerical o integrista – la doctrina tradicional acerca de la necesidad del Estado católico.
Esta “laicidad aconfesional” (separación amistosa entre el Estado y la Iglesia) presentada como “tesis” fue oportunamente reprobada por el Papa León XIII (en relación al caso norteamericano, que el Santo Padre consideró como la mejor solución para esa nación dadas sus circunstancias, pero no como el “ideal supremo”) y el Concilio Vaticano II no cambió nada al respecto, pues sostuvo que la doctrina tradicional sobre las relaciones Iglesia-Estado seguía vigente, idea que nos parece ser la clave hermenéutica para interpretar correctamente la Declaración “Dignitatis Humanae”.
Dice el Concilio: “puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo” .
Es que la Iglesia siempre ha sostenido, como enseñanza definitiva de su Magisterio Ordinario y Universal, que, supuesta una comunidad mayoritariamente católica, el Estado debe serlo también. Y esto no sólo por razones culturales, sino porque el hombre debe rendir culto a Dios de modo individual como social. No “favoreciendo el hecho religioso en general” (indiferentismo político) sino con actos de culto público al Dios Uno y Trino de la Revelación cristiana, con la subordinación de su orden político y jurídico a la Ley Natural y a la Ley Divino-positiva, con el reconocimiento expreso de la Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo, y con el apoyo a la Iglesia Católica, sin menoscabo de la recíproca libertad del Estado y de la Iglesia en sus campos respectivos (distinción de potestades, sin separación).
Eso no supone, pues, defender un Estado fundamentalista, clerical o integrista (confusión entre lo temporal y lo espiritual). Que en el “modelo de Cristiandad medieval” hubiera desviaciones en ese sentido (como de hecho las hubo) no es algo consubstancial a la naturaleza del Estado católico. De modo que identificar la mentada “unión del Trono y del Altar” como una “esencial” confusión entre lo sacro y lo profano es una afirmación falsa.
Si una novedad vino a aportar el Concilio Vaticano II fue la de complementar las enseñanzas clásicas acerca de las relaciones Iglesia-Estado con una mejor comprensión de la autonomía relativa de lo temporal (sana laicidad) y con la doctrina de la libertad “civil” en materia religiosa, pero dejando intactas las obligaciones del hombre y de la sociedad respecto de la verdadera Iglesia de Cristo.
Esa misma noción de “libertad religiosa” tiene aún que formularse de modo más claro – una mejora nos parece que ya existe en el Catecismo de la Iglesia Católica – para mostrar la continuidad, en lo esencial y definitivo, respecto del Magisterio precedente. La hipótesis de un Estado laico “aconfesional” pero respetuoso de la Ley Natural, siempre fue vista por la Iglesia como un “mínimo exigible” en naciones pluriconfesionales y con comunidades católicas minoritarias. Pero, repetimos, nunca como “el” ideal. Por otro lado, dicho Estado, históricamente no existió y antropológicamente es de difícil aplicación, si contamos con la existencia del pecado original y con las distintas “interpretaciones” que de hecho hay acerca del iusnaturalismo.
Hay en esta tendencia, además, una visión altamente optimista de la Modernidad, valorando lo que llaman el proceso de “desclericalización” (aunque critiquen el secularismo), que ha permitido pensar en la posibilidad de una Modernidad “cristiana”, cuyos antecedentes serían la Segunda Escolástica Española, el liberalismo “moderado” al estilo de Tocqueville, el personalismo de Maritain y Mounier, y el Magisterio del Concilio Vaticano II ( sobre todo a partir de la Constitución “Gaudium et spes” y la Declaración “Dignitatis Humanae”).
El principal problema de esta interpretación es la “justificación”, no ya sólo doctrinal sino también histórica, de las ideas del nuevo liberalismo católico.
Respecto de esto, nos parece importante aclarar lo siguiente: consolidados los cambios religiosos, políticos, sociales, culturales y económicos de la Modernidad (Reforma Protestante, Ilustración, Revolución Francesa, Capitalismo y Revolución industrial), aparecieron entre los católicos, dos tendencias fundamentales lícitas en relación al juicio que este proceso merecía y al modo de actuar frente a las nuevas realidades.
Una tendencia fue el tradicionalismo (José de Maistre, Donoso Cortés, el Cardenal Pie, Mons. Delassus, Juan Vazquez de Mella, el Cardenal Billot, Julio Meinvielle, entre otros) que se caracterizó por realizar un juicio altamente crítico de la Modernidad y la Revolución, defender el ideal de Cristiandad (comunidades políticas católicas) y juzgar como erróneos los intentos de cristianizar la democracia liberal, el capitalismo y el socialismo.
Esta tendencia, ortodoxa en sus representantes más importantes (aunque teñida de tradicionalismo filosófico en Francia), podía llevar en su seno el peligro del integrismo y el fundamentalismo (confusión de los órdenes natural y sobrenatural, desconocimiento de la legítima autonomía de lo temporal, mentalidad de partido único), pero en sí misma era y es una tendencia legítima, en tanto y en cuanto se mantuviera y se mantenga fiel al Magisterio de la Iglesia.
Hay muchos tradicionalistas ortodoxos, prudentes, con una sana libertad de espíritu, abiertos al diálogo verdadero, a los que sólo calumniando se puede tildar de “integristas” o de “clericales”. Por caso, podemos citar el ejemplo, entre nosotros, de Carlos A. Sacheri.
Otra corriente que podemos denominar socialcristiana prefirió rescatar de la Modernidad los aspectos que no eran necesariamente incompatibles con el Orden Natural y con la Fe católica, procurando cristianizar el régimen republicano, la economía de mercado (en otros casos el Estado de Bienestar), e incrementar el diálogo con la cultura contemporánea. Tal opción también era y es legítima, como lo prueban los casos de Federico Ozanam, Albert de Mun o Augusto del Noce o entre nosotros de Juan Rafael Llerena Amadeo o Eduardo Ventura (de hecho, el problema no está en defender un modelo republicano, de economía de mercado y sana laicidad, asunto que está dentro de las opciones legítimas y opinables de que goza cualquier católico - sobre todo lo referente a los dos primeros aspectos - sino hacerlo de un modo contrario a las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia: democracia “naturalista”, capitalismo “liberal” y laicidad “aconfesional”).
El peligro de esta corriente más “abierta” hacia la Modernidad, radicó y radica en un desordenado afán por conciliar con la Modernidad y la Posmodernidad que puede conducir al error, como sucedió con Lamennais y otros católicos liberales, con el democristianismo de Le Sillon, con las corrientes marxistas de la teología de la liberación y en general, con toda la teología progresista, sea en su versión de “centro” o “centro- derecha” (neoliberalismo católico) o sea en la variante de “izquierda” (tercermundismo o “cristianos para el socialismo”).
Estos errores fueron oportunamente condenados por los Papas, de modo que justificar una “modernidad cristiana” con ejemplos erróneos (por caso, los Padres Fundadores de los EE.UU o la democracia cristiana maritaineana) no parece el camino correcto para alguien que quiera ser fiel a la dimensión pública de la Fe católica, máxime si esas enseñanzas se dirigen principalmente a fieles laicos cuya misión es precisamente la “instauración cristiana del orden temporal” (…) La doctrina de la Iglesia acerca de estas cuestiones no ha cambiado. Una “hermenéutica de la continuidad”, como la que pide Benedicto XVI debe también aplicarse a este punto. Y si hubiera una legítima discontinuidad en algunos temas, como también ha sugerido el Romano Pontífice, la misma debe probarse. Es cierto que sobre las relaciones Iglesia-Estado, la democracia, el capitalismo y las Revoluciones modernas, la Doctrina Social de la Iglesia, no sólo después sino también antes del Concilio Vaticano II, fue teniendo modificaciones parciales. Pero, en lo que al Magisterio Ordinario y Universal se refiere, siempre se trató de cambios acordes con la Tradición. Supuesto que ahora hubiera dudas respecto de algunos documentos, deben interpretarse de acuerdo al Magisterio definitivo precedente.
En lo que hace a uno de los aspectos principales del error católico liberal (el pelagianismo o semipelagianismo político) veamos lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es ‘la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo’ (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan ‘informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive’ (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf. León XIII, enc. "Inmortale Dei"; Pío XI, enc. "Quas primas")”.
Y al referirse a la doctrina sobre la libertad religiosa afirma: “El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error (cf León XIII, enc. "Libertas praestantissimum"), ni un supuesto derecho al error (cf Pío XII, discurso 6 diciembre 1953), sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa por parte del poder político. Este derecho natural debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de manera que constituya un derecho civil (cf DH 2) (…) El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ni ilimitado (cf Pío VI, breve "Quod aliquantum"), ni limitado solamente por un ‘orden público’ concebido de manera positivista o naturalista (cf Pío IX, enc. "Quanta cura"). Los ‘justos límites’ que le son inherentes deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según ‘normas jurídicas, conforme con el orden objetivo moral’ (DH 7)” [11].
Por su parte, ese gran defensor de la secularidad o sana laicidad bien entendida, de la legítima libertad política en cuestiones opinables y prudenciales, un crítico agudo del clericalismo y del “catolicismo oficial” como fuera San Josemaría Escrivá (al que algunos de estos autores que mencionamos presenta erróneamente como precedente de la “secularidad” entendida al modo “católico-liberal”, coincidiendo en esto – aunque en sentido contrario – con ciertas interpretaciones tradicionalistas acerca del Fundador del Opus Dei), no dudó en felicitar al entonces Jefe del Estado Español precisamente por seguir la doctrina de la Iglesia en este punto. En carta al mismo del 23 de mayo de 1958, decía: “aunque apartado de toda actividad política, no he podido por menos de alegrarme, como sacerdote y como español, de que la voz autorizada del Jefe del Estado proclame que ‘la Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única y verdadera y Fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación’. En la fidelidad a la tradición católica de nuestro pueblo se encontrará siempre, junto con la bendición divina para las personas constituidas en autoridad, la mejor garantía de acierto en los actos de gobierno, y en la seguridad de una justa y duradera paz en el seno de la comunidad nacional”.
En cuanto a las libertades e instituciones “liberales” escribió: “Es necesario contrarrestar con denuedo esas 'libertades de perdición', hijas del libertinaje, nietas de las malas pasiones, biznietas del pecado original..., que descienden, como se ve, en línea recta del diablo”.
Lo que en buena lógica se desprende de estos textos es que para Escrivá no había contraposición entre sana laicidad y Estado Católico, ni identificación entre secularidad y catolicismo liberal. Ideas que no nos consta haya modificado después del Concilio Vaticano II.
Podríamos traer a colación otros textos del Fundador del Opus Dei acerca del laicismo, la masonería o la teología progresista para corroborar lo impreciso de ubicarlo a la par de pensadores heterodoxos como Mounier o Maritain. Pero estimamos que con esto es suficiente.
Con algunas limitaciones en su interpretación, esta misma doctrina sobre el ideal del Estado católico era ya, a la hora de ser redactado el nuevo Catecismo, la tesis de Fernando Ocáriz (mejorando ideas de De Fuenmayor), en la que procuraba mostrar la continuidad del Concilio Vaticano II con el Magisterio anterior. “Hermenéutica de la continuidad” que, con más precisión, ya habían esbozado oportunamente el P. Victorino Rodríguez O.P. y Mons. Guerra Campos.
Sobre otros puntos del liberalismo católico, que ahora se presenta “aggiornado”, se expresaron con claridad Charles de Koninck, Leopoldo Eulogio Palacio, Julio Meinvielle], Eudaldo Forment, Carlos Cardona, Héctor H. Hernánde o Luis María Sandoval, entre otros.
Catolicismo y liberalismo, como catolicismo y socialismo, son, pues incompatibles. Si es ilegítima una “teología de la liberación” de inspiración marxista, también lo es una doctrina de la laicidad, la democracia, el capitalismo y la Modernidad de carácter liberal o neoliberal.
Fernando Romero Moreno es: Abogado (UNR); Profesor Superior Universitario en Abogacía (UCA); Secretario Académico del Centro de Estudios Universitarios del Rosario (CEUR); Director de Estudios del Colegio Los Arroyos (APDES-Rosario); Miembro del Equipo Coordinador de la Licenciatura en Organización y Gestión de Centros Educativos (LOGE), Escuela de Educación, Universidad Austral (Rosario); Profesor de “Antropología de la Educación” y “Pedagogía” en la LOGE-Universidad Austral (Rosario).
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